Ayako Rokkaku: al borde del paraíso
Danaï Loukas
Las pinturas de Ayako Rokkaku existen en un mundo sin ataduras, un espacio donde el tiempo es fluido y las formas se disuelven tan rápidamente como aparecen. Su obra se resiste a los relatos fijos, entregándose a lo efímero y al proceso infinito del devenir. Por sus lienzos flotan figuras en estados oníricos, que se deslizan entre la presencia y la ausencia, encarnando tanto la familiaridad como la extrañeza. Hay una cualidad ingrávida en el trabajo que hace la artista con las manos: una delicada fugacidad que refleja la esencia del mono no aware, la estética japonesa de la transitoriedad, en la que cada momento es efímero y al mismo tiempo se siente profundamente.
En su obra más reciente y ambiciosa, Paraíso, un monumental díptico de 3 por 6 metros, Rokkaku se alza en pos de una visión siempre cambiante del paraíso, planteando una respuesta contemporánea al espacio celestial de Tintoretto. No obstante, su mundo no imita el pasado; lo vuelve a imaginar, filtrando composiciones centenarias por un prisma que difumina los límites y hace que las definiciones se desvanezcan. El suyo no es un paraíso estático, sino un espacio de perpetua transformación. Sus pinturas no capturan momentos singulares; están en constante movimiento, disolviéndose y reformándose, llevando con ellas los ecos de un mundo en transición.

Un sueño entre mundos
Mientras Tintoretto estructuraba lo divino a través del movimiento y la luz, Rokkaku lo suaviza y lo destila. Su visión no está sujeta a la gravedad; es etérea, una atmósfera de color y aliento. En el díptico se oye zumbar una transformación silenciosa: sus figuras emergen y se disuelven en un estado de cambio sin fin. En el centro de la obra, enfundado en un vaporoso atuendo y coronado con delicadas flores, aparece Jesús, que le entrega a María una guirnalda. El momento no está ni ligado al pasado ni fijado en el futuro, sino suspendido entre la ofrenda y la aceptación, entre la bendición y el devenir. Aquí el acto de dar no es absoluto, sino tentativo, un gesto que se mantiene en transición. La guirnalda, sin ser ni completamente entregada ni completamente recibida, flota entre manos, ocupando un espacio liminal en el que el significado se resiste a ser contenido.
No hay una lectura única de este intercambio, ni una interpretación impuesta. Rokkaku deja que coexistan múltiples realidades, en las que las nociones de género, santidad e identidad se disuelven en una delicada ambigüedad. El gesto de Jesús no es una concesión cargada de autoridad, sino un susurro de cambio, un efímero paso del tiempo mismo. Este momento resuena en toda su obra, en la que la transformación no es un punto final, sino un despliegue continuo que nunca se acaba de completar.
Un paisaje de formas cambiantes
El Paraíso de Rokkaku está poblado por los ecos familiares del universo de la artista: vemos peces que se deslizan junto a ángeles; conejos pacíficamente sentados, formando círculos; y patitos que ascienden hacia el cielo. Las figuras —cada una de las cuales está contenida en una atmósfera de pureza, ingenuidad y modesta grandeza— oscilan entre la alegría y un espíritu de travesura, entre la melancolía y el ensueño. No se trata de un paraíso de perfección, sino de un paraíso que abraza la frágil belleza de lo pasajero.
Los personajes de la artista no se ciñen a perfiles rígidos; existen en un estado de transformación. Incluso los paisajes de sus obras —si es que pueden llamarse paisajes— son sugerencias, más que espacios fijos. Las nubes aparecen y desaparecen, ocultando detalles tan rápidamente como los revelan y representando la esencia misma de la transitoriedad. En la tradición japonesa, las nubes son admiradas por sus transformaciones, por negarse a ser confinadas en un único estado. Esta misma inquietud se respira en las pinturas de Rokkaku, en las que las figuras aparecen y desaparecen, vagando por un mundo de texturas y tonalidades cambiantes. Sus criaturas —humanas, animales, celestiales— ocupan un espacio en el que la realidad se comba y el desenlace de los relatos permanece abierto.
No hay una única historia desarrollándose, sino una multitud de posibilidades. Una pureza infantil impregna su obra, pero algo antiguo perdura bajo la superficie: un eco de mitos no contados, de fábulas todavía no escritas. En su Paraíso no hay jerarquías: los ángeles yacen junto a los conejos; los más pequeños pájaros flotan en lo alto, junto a seres celestiales. Todo —lo sagrado y lo mundano, lo mítico y lo cotidiano— coexiste en tranquila armonía. Este no es un mundo de estructuras rígidas, sino de suaves entrelazamientos, donde el significado es fluido y la transformación es la única constante.
La belleza de lo intermedio
La hibridación siempre ha ocupado un lugar central en la obra de Rokkaku. Su trabajo oscila entre los mundos bidimensionales del manga y el anime y la presencia táctil de la pintura. En él se da una delicada interacción entre lo plano y lo profundo, entre las figuras dibujadas y la experiencia vivida. Sus personajes —humanos, animales, imaginarios— coexisten en una realidad porosa en la que las identidades cambian y la individualidad es tan fluida como el viento; en la que el género se disuelve en esencia pura. Nada está plenamente definido, y nada busca resolución. Las figuras de la artista se abren más bien a un umbral de posibilidades en despliegue.
Es esta asunción de la incertidumbre lo que hace que la obra de Rokkaku sea tan profundamente contemporánea. En un entorno de culturas cambiantes e identidades reformuladas, sus pinturas reflejan un mundo que descubre significados en lugar de predefinirlos. Rokkaku crea un paraíso en perpetuo movimiento, donde ni siquiera lo divino es inmutable, sino que se torna presencia en constante mutación.
El propio díptico palpita con esta cualidad onírica. No representa un único momento, congelado en el espacio, sino que se mueve, se expande y se transforma. Los gestos de las figuras —atrapadas en un intercambio luminoso— tiemblan al borde del cambio. La corona de flores de Jesús flota, ni entregada ni tomada, en un proceso de transición que se extiende entre manos, entre el pasado y el futuro, entre un mundo y el siguiente.
Un mundo flotante de emoción
Las figuras de Rokkaku no se limitan a existir en el espacio físico; existen dentro de los estados de emoción. Su obra captura la naturaleza fugaz del sentimiento en sí mismo: la manera en que la alegría se transforma en anhelo; la manera en que la risa y la congoja conviven en el mismo aliento. Sus personajes no se adscriben plenamente a un estado de ánimo u otro; son expresiones del flujo y reflujo de la experiencia humana.
Así, la obra de la artista recuerda la tradición japonesa del ukiyo-e, las «imágenes del mundo flotante» del periodo Edo, en las que las figuras y los paisajes no se representaban como realidades estáticas, sino como momentos que se deslizan a través del tiempo. Como las xilografías de esa época, sus pinturas adoptan una sensación de movimiento, de vidas desplegadas en la delicada neblina que flota entre un instante y otro. El Paraíso de Rokkaku no es una visión singular de la alegría o de la paz; es un paisaje emocional en el que coexisten todos los estados del ser.
No es un punto final; es un desdoblamiento. Es un umbral en el que la certeza se disuelve y las posibilidades se multiplican. Su obra no busca respuestas; nos invita a adentrarnos en la corriente y dejarnos llevar. Aquí, nada es definitivo, nada está cerrado. La transformación no es un destino, sino un estado del ser, y la ambigüedad no es algo que deba resolverse, sino aceptarse. La obra de esta artista se resiste a la categorización, resbalando entre el pasado y el presente, entre la tradición y la innovación, entre la inocencia y la sabiduría. Nos invita a penetrar no solamente en un mundo pintado, sino en un estado de ánimo, en el que las identidades se metamorfosean como nubes y el significado no viene dado, sino que se siente.
En un mundo que se redefine constantemente, la obra de Rokkaku es un testimonio de la belleza de lo indefinido. Sus figuras no buscan la permanencia. Se rinden al cambio, llevadas siempre hacia el infinito.