Esta pintura pertenece a un conjunto de retratos al aire libre que Cézanne pintó en Aix-en-Provence al final de su vida. Su jardinero Vallier posa delante de la barandilla de la terraza de su nuevo taller, situado junto a los Lauves. A pesar del sencillo atuendo azul de los campesinos provenzales, el modelo adquiere unas proporciones monumentales y ocupa gran parte del cuadro. La verticalidad de la figura se contrapone a la fuerte horizontal del parapeto de color ocre, y las pinceladas geométricas y transparentes, aplicadas con el óleo muy diluido, descomponen la imagen en pequeños planos de color. La serena disposición formal de años anteriores comienza a desintegrarse y Cézanne, llevado por su intención de representar la estructura interior de las cosas, hace inseparables forma y color.

«Quiero hacer del impresionismo algo sólido y duradero como el arte de los museos». Con este planteamiento Cézanne, uno de los participantes en la primera exposición impresionista de 1874, comenzó a considerar este lenguaje pictórico excesivamente efímero y visual y volvió su mirada hacia la pintura clásica. Concentró todo su interés en alcanzar un estilo que combinara los modernos logros del impresionismo y la perdurabilidad de las obras de los museos y consiguió ir mucho más allá que sus compañeros impresionistas, transformando el lenguaje de la pintura para siempre.

Este Retrato de un campesino, cuyo primer propietario fue el marchante Ambroise Vollard, pertenece a un conjunto de retratos al aire libre que Cézanne pintó de las gentes de Aix-en-Provence en los últimos años de su vida. Su jardinero Vallier, que le hacía frecuentemente de modelo, o algún otro campesino de la zona, posa delante de la barandilla de la terraza que recorría la fachada del edificio de su nuevo taller, situado junto a la colina de los Lauves, al norte de Aix. Desde esta terraza, Cézanne pintaba el lejano monte Saint-Victoire, los paisajes más cercanos o las plantas de su jardín, y retrataba a los campesinos de los alrededores junto al inmenso tilo, bajo cuya sombra solía trabajar. El modelo, a pesar del sencillo atuendo azul de los campesinos provenzales, adquiere unas proporciones monumentales y ocupa gran parte del centro del cuadro. Está sentado sobre una silla rústica con las piernas cruzadas y apoyado en su bastón, con una actitud tranquila que le proporciona una dignidad y serenidad comparable a los grandes retratos del Renacimiento.

En esta obra se hace evidente el estilo pictórico de los años finales del artista, cuando la serena disposición formal de años anteriores comienza a desintegrarse, la superficie pictórica se torna más agitada y los colores más luminosos. Llevado por su intención de representar la estructura interior de las cosas, Cézanne hace inseparables la forma y el color, y sus composiciones se vuelven más arquitectónicas. Aquí, la verticalidad de la figura se contrapone a la fuerte horizontal formada por el parapeto de color ocre y por las manchas también horizontales del sombrero. Por otra parte, las pinceladas geométricas y transparentes, que aplica con el óleo muy diluido, van configurando la superficie del cuadro y descomponiendo la imagen en una serie continua de pequeños planos de color. El personaje, de aspecto inacabado, se integra en un fondo desdibujado de vegetación, como símbolo quizás de su perfecta sintonía con el entorno. Como leemos en el catálogo razonado de John Rewald, Cézanne «no seguía un plan de trabajo preconcebido, por lo que algunas de las partes esenciales, como las facciones del modelo, podían quedar inacabadas o terminadas en otra ocasión (lo que podía a veces no ocurrir)». Por otra parte, como en otras obras del periodo final del artista, algunas zonas del lienzo han sido dejadas deliberadamente desnudas, formando parte de la composición. Cézanne, al dar por concluida la idea tradicional de obra terminada, abrió las puertas a lo inacabado que tanta influencia tendrá en todo el arte del siglo XX.

Los últimos retratos de Cézanne, entre los que se encuentra este Campesino del Museo Thyssen-Bornemisza, fueron calificados por LionelloVenturi como «verdaderos diálogos con la muerte». Entusiasmado por su intensidad dramática, este historiador italiano escribía: «Cézanne observa al viejo jardinero con tal carga de dolorosa compasión que es él mismo en definitiva quien se está mostrando a través de ella, realizando por así decirlo una especie de autorretrato. En el umbral de la muerte, él realiza su tarea diaria: sin esperanza, pero con fe en el deber cumplido».

Paloma Alarcó

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