Otto Dix recordaba en 1955 cómo el pintor Max Liebermann le había aconsejado al inicio de su carrera: “¡Ante todo pinte muchos retratos!. De todas formas todo lo que pintamos nosotros, los alemanes, es retrato.” Fiel a esta tradición cuyo origen era el Renacimiento germano, Dix realizó este retrato de Hugo Erfurth con perro en el que no sólo recurrió a los planteamientos formales y compositivos del género – como el denso cortinaje, el intenso fondo azul, la postura de perfil o la aparición de su perro Ajax -, sino donde además recuperó la meticulosa técnica del temple sobre tabla, que le permitía definir hasta los más mínimos detalles como hicieran antes que él los maestros alemanes del siglo XVI.

Tras unos años en los que Dix se había acercado al expresionismo y el dadaísmo, en torno a 1919 su pintura giró hacia un crudo realismo marcado por el escepticismo de la sociedad de entreguerras. Esta Nueva Objetividad llevó a Dix a convertirse en un ácido retratista de personajes de muy diversa índole durante los años de la República de Weimar. Erfurth, un aclamado fotógrafo de sociedad y amigo de Dix, fue uno de ellos.

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Otto Dix, como George Grosz, fue uno de los de los máximos representantes de la nueva objetividad alemana. El espíritu romántico de las vanguardias había dejado de ser apropiado para él, como para muchos de los artistas que sobrevivieron a la guerra, y a mediados de la década de los años veinte, llevado por el convencimiento de que el arte ya no podía cambiar la sociedad, el tono crítico y los planteamientos revolucionarios de Dix se fueron atemperando. Al mismo tiempo, su exaltación de la imagen del hombre trajo consigo su consagración al género del retrato durante varios años. Dix nos dejó una incomparable galería de retratos de la burguesía y de los intelectuales del Romanisches Café, centro de la bohemia cultural berlinesa. Sus pinturas de la bailarina Anita Berber, la periodista Sylvia von Harden, el marchante de arte abstracto Alfred Flechtheim o el poeta Ivar von Lücken son imágenes que han quedado fijadas para siempre en la memoria colectiva como retratos de una época.

Por otra parte, es importante constatar que para Dix, como para muchos contemporáneos suyos, ese realismo estaría indisolublemente asociado a un método de trabajo cargado de referencias a la pintura de sus antepasados, que se evidencia no sólo en ciertas analogías estilísticas sino también en los procedimientos técnicos utilizados. Su interés por el elemento artesanal de la pintura le lleva a la recuperación de las técnicas de los maestros renacentistas alemanes (Durero, Cranach y Baldung Grien), descritos en el libro de Max Doerner Los materiales de pintura y su empleo en el arte (1921), aspecto que le valió, del ingenio de Grosz, el mote de «Hans Baldung Dix». A partir de 1925, Dix pinta casi siempre sobre tabla y, en ocasiones, incluso utiliza una técnica mixta de temple y óleo. La sustitución del lienzo por una rígida tabla como soporte le permitía acrecentar el realismo de su estilo verista. La misma manera de firmar sus cuadros evolucionó desde la grafía nerviosa y afilada de sus años expresionistas hacia un anagrama en forma de serpiente enlazada a un arco y una flecha, en homenaje a Cranach, que firmaba con un pequeño dragón alado.

El retrato de Hugo Erfurth con perro fue realizado en 1926 a su regreso a Dresde desde Berlín, coincidiendo con su nombramiento como profesor de la Staatliche Akademie der Bildenden Künste. Su amigo, el fotógrafo Hugo Erfurth, a quien Dix ya había pintado el año anterior con un gran angular en sus manos, había sido fotógrafo de la corte del rey de Sajonia, y más tarde había ganado cierta fama como retratista de las clases acomodadas y de los círculos intelectuales y artísticos de Dresde. Como en la mayoría de sus retratos realistas, Dix adopta modelos compositivos tradicionales del género: el fotógrafo aparece resaltado sobre un fondo liso, con una discreta ambientación decorativa. Erfurth se muestra de medio cuerpo vestido con su característica chaqueta de tweed inglés y una corbata de seda sobre la que destaca una aguja con una piedra preciosa. No porta uno de los atributos propios de su oficio, sino que posa junto a su enorme perro, para simbolizar quizás el estatus que había alcanzado como fotógrafo. Dix siguió metódicamente las instrucciones dadas por Doerner en su libro: realizó dos bocetos en papel del mismo tamaño que la tabla en los que con carboncillo, lápiz y tiza blanca dejó resueltas las dos figuras y posteriormente, la imagen fue transferida a la tabla, que pintó cuidadosamente con una emulsión de temple. Por último, los acabados fueron añadidos con una veladura de óleo.

Tanto en este retrato, de 1926, como en el anterior de 1925, así como en los dibujos preparatorios para ambos, el pintor se fija de forma especial en el tratamiento del rostro y de las manos y consigue un gran parecido físico y una representación pormenorizada de los detalles más insignificantes. La impresión de imagen congelada la consigue Dix a través de la concentración en el hecho objetivo, intensificándolo con la representación hiperrealista de los detalles, que, con su inusitada precisión, nos desnudan al retratado más allá de las apariencias.

Paloma Alarcó

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