En un paisaje idílico cerrado por montañas, varias mujeres adoran a Hina, deidad de la luna. En primer término, una mujer toca la flauta. A la izquierda, separado por un gran tronco de árbol que divide la composición a modo de bisagra, un segundo grupo baila alrededor de la diosa. Gauguin marchó a Tahití en 1891 con el propósito de buscar inspiración artística en los pueblos primitivos, desarrollados al margen de la civilización occidental. Sin embargo, lo que encontró tan sólo eran restos de un pasado glorioso, para entonces en vías de extinción. Mata Mua (Érase una vez) es un canto a la vida originaria que tanto ansiaba encontrar el pintor francés. Pintada en vivos colores planos, al margen de cualquier pretensión naturalista, supone un canto a la edad de oro perdida.

En noviembre de 1893, apenas unas semanas después de su regreso de Tahití, Gauguin organizó una exposición de sus obras más recientes en la Galería Durand-Ruel y comenzó a redactar un texto titulado Noa Noa («Perfumado») con el fin de explicar el sentido de sus lienzos a un público que tenía un desconocimiento absoluto de las costumbres tahitianas y de los dioses maoríes. A pesar de estas precauciones, aficionados y periodistas se quedaron muy desconcertados ante aquellas enigmáticas escenas, aquellos lienzos de brillantes colores, las perspectivas planas y las herméticas inscripciones que daban título a los cuadros. Entre las cuarenta y seis piezas del catálogo, fundamentalmente obras realizadas durante su estancia en Oceanía a excepción de tres lienzos bretones, figuraba con el número 6 Mata Mua (Érase una vez).

En un paisaje idílico cuya perspectiva cierran unas montañas rosas y violetas, unas mujeres tocan la flauta y bailan ante un gigantesco ídolo de piedra. Adoran a la diosa Hina (la luna), que Gauguin también representó en un lienzo ejecutado en 1893, Hina Maruru (Fiesta de Hina) (W 500).

El paisaje, construido mediante superficies de color imbricadas de abajo a arriba en la composición, se lee en ese mismo sentido como una estampa japonesa. El fuste de un enorme árbol divide el espacio en dos partes, ocupando la música el primer plano y el baile el término medio. El cuadro no es la transcripción de una escena ni de un paisaje real, sino una nueva composición a partir de elementos observados, que aparecen en otras obras del artista realizadas entre 1892 y 1894, por ejemplo, el mismo paisaje hace de telón de fondo en Pastorales tahitianas (W 470); el árbol de ancha copa amarilla del fondo también está presente en Fatata te Moua (Al pie de la montaña) (W 481) y en Nave nave Moe (La alegría del descanso) (W 512); el ídolo aparece igualmente en Parahi te Marahe (Ahí está el templo) (W 483) y en Nave nave Moe (La alegría del descanso) (W 512); por lo que se refiere exclusivamente a las mujeres que bailan, pueden verse Mahana no Atua (Día del Señor) (W 513), y a las dos mujeres sentadas Arearea I y II (Alegría) (W 468 y 469); en cuanto a la flautista sola, es interesante la comparación con Parau Parau (Palabras susurradas) (W 472) y Hina Maruru (Fiesta en Hina) (W 500).

Gauguin se había ido a Tahití con el objetivo de conocer la antigua civilización maorí, amenazada por la colonización y la cristianización. A través de sus cuadros, pretendía resucitar aquel «antaño» sagrado en el que el hombre vivía en armonía con la naturaleza y volver a encontrar, lejos de Europa, los dioses huidos y el paraíso original. Poco tiempo después de su llegada, emprendió un viaje por la isla con el fin de descubrir lugares a los que todavía no hubiera llegado la corrupción y la decadencia que reinaban en Papeete. «Me alejo del camino que bordea el mar y me adentro por un bosque que sube hasta bastante altura en la montaña. Llego a un vallecito. Los escasos habitantes que lo habitan quieren seguir viviendo como antaño». Gauguin desarrollaría en la versión definitiva de Noa Noa estas breves líneas anotadas sobre la marcha en el primer manuscrito del texto; constituyen la explicación que ofrece el artista de su lienzo Mata Mua, auténtico himno en honor de la mujer maorí: «En tiempos de abundancia, de importancia social, de gloria nacional, cuando la raza autóctona reinaba en las islas y todavía no había acogido al extranjero, en tiempos de los dioses, ¡Matamua! La leyenda halla por doquier fundamento en esta tierra fabulosa por naturaleza, pero es a la divinidad femenina Hina, diosa de la mentira y de la piedad, a la que más se entregan estos hombres de otros tiempos. La luna tiene sus festividades que se celebran con besos, con cantos, con bailes, que celebra la naturaleza mediante inefables prodigios [...]. Las mujeres siguen fieles a los dioses muertos por una nostalgia instintiva. Sus placeres y sus terrores habitan siempre Matamua. Así es como el artista ha visto a la mujer pueril y majestuosa que encarna el símbolo de toda una raza antigua, y se ha encargado de expresar en la obra pintada los secretos que le arrebató al culto difunto del que ella fue ídolo y sacerdotisa, y a la naturaleza de la que es algo así como una síntesis maravillosa».

El lienzo, que no halló comprador en la subasta que Gauguin organizó en 1895 para costearse su segundo viaje a Oceanía, se rebajó al precio de quinientos francos fijado por el artista. Luego ingresó en la célebre colección de Gustave Fayet y pasó sucesivamente por distintas manos privadas antes de que, en mayo de 1984, lo adquirieran por un precio récord y a partes iguales el barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza y Jaime Ortiz-Patiño. Cuando éste último puso el cuadro en venta en 1989, el barón Thyssen compró la otra mitad, convirtiéndose en propietario único del mismo.

Isabelle Cahn
 

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