Música para los ojos

Pedro Portellano
La pintura y la música han mantenido un próspero diálogo a lo largo de la historia que ha revelado una conexión profunda entre ambas manifestaciones artísticas. Sus diferentes lenguajes comparten la capacidad de provocar emociones, crear relatos y evocar lo espiritual. A través de las obras de las colecciones Thyssen-Bornemisza, exploramos este vínculo en un recorrido musical donde lo sonoro trasciende la mera presencia de instrumentos, otorgando a la música su papel como agente cultural y expresión de sensibilidad a lo largo de los siglos.
Durante el Renacimiento, la música era entendida como reflejo del orden divino. Santa Cecilia entre san Valeriano y san Tiburcio, de Francesco Botticini, ilustra esta concepción, pues la figura de la santa encarna la idea de música celestial sin necesidad de la presencia de un instrumento visible en la obra. Esta conexión entre música y espiritualidad se observa también en La Virgen con el Niño entre ángeles, del Maestro de la Madonna André, que incorpora un laúd y un arpa, símbolos de la armonía cósmica y del carácter sacro de la época. Estos conceptos tienen su equivalente en la polifonía sacra de los compositores Josquin des Prez, Guillaume Dufay o Giovanni Pierluigi da Palestrina, cuyos complejos tejidos sonoros sugieren la perfección y el equilibrio buscados en las artes visuales del Renacimiento. Las piezas musicales de Orlando di Lasso y Thomas Tallis también resuenan con esta búsqueda de lo espiritual, combinando riqueza sonora y simbolismo religioso.
Durante el Barroco y el Rococó, la música se convirtió en un símbolo de sofisticación social, pero también de celebración popular. Grupo de músicos, de Jakob van Loo, muestra una escena refinada donde los instrumentos son emblemas de estatus y gusto elevado, reflejando la práctica de la música de cámara entre las clases acomodadas. En contraste, Pescador tocando el violín, atribuido a Frans Hals, capta la alegría de la música popular, destacando su espontaneidad y carácter universal. Durante el Barroco tardío, compositores como Johann Sebastian Bach, Antonio Vivaldi y Georg Friedrich Händel revolucionaron el lenguaje musical con obras que combinaban la exuberancia con una profunda complejidad emocional, en sintonía con la teatralidad y el dinamismo del arte de su tiempo, representado por artistas como Giuseppe Maria Crespi y Antoine Watteau. Asimismo, la expresividad del violín en las sonatas de Arcangelo Corelli y las formas danzantes en las suites de François Couperin evocan la fluidez y el refinamiento característicos del paso del Barroco al Rococó.
En el siglo XVIII, las representaciones musicales se trasladaron a un ámbito más personal e íntimo, aunque también reflejaban el contacto con otras culturas en el contexto de la expansión colonial. Retrato de grupo con sir Elijah y lady Impey, de Johan Zoffany, ilustra este cambio, presentando a la aristocracia británica en la India rodeada de músicos locales que interpretan instrumentos tradicionales. Esta escena no solo enfatiza el estatus y la sofisticación de los retratados, sino que también subraya el creciente interés europeo por las músicas exóticas y las influencias culturales de Oriente. La música de este periodo, dominada por el estilo galante y el clasicismo, encuentra su expresión en las obras de Wolfgang Amadeus Mozart, Joseph Haydn y Carl Philipp Emanuel Bach, entre otros. La ligereza y claridad de sus partituras encuentran eco en la serenidad y equilibrio de las pinturas de Jean-Baptiste Greuze o Canaletto.
Este enfoque se acentúa en el siglo XIX, cuando la música comienza a asociarse con lo introspectivo y melancólico. En Libros, jarra, pipa y violín de John Frederick Peto el violín es símbolo de un tiempo pasado y el pintor apela a la fragilidad de los recuerdos a través de la disposición serena de los objetos. Los románticos, como Ludwig van Beethoven, Frédéric Chopin y Franz Schubert, exploraron emociones intensas y paisajes sonoros evocadores, en paralelo a la profundidad emocional de los lienzos de Caspar David Friedrich y Eugène Delacroix. La experimentación musical de Franz Liszt y Richard Wagner, con sus complejas texturas y cromatismos, resuena en pintores simbolistas como Gustave Moreau, que buscaban trascender lo tangible.
Con la llegada del siglo XX y las vanguardias, la relación entre música y pintura dio un giro radical, puesto que artistas de ambas disciplinas ahondaron en la abstracción y los procesos sinestésicos. Artistas como Wassily Kandinsky, Marsden Hartley y František Kupka buscaron traducir conceptos musicales en sus composiciones visuales. En Preludios y fugas de Bach, Hartley traspone la estructura de las fugas de Bach mediante formas geométricas que sugieren ritmo y repetición. Kandinsky, en Pintura con tres manchas, rompe con la figuración y emplea formas abstractas para provocar una reacción sensorial similar a la de la música atonal de Arnold Schönberg. Las piezas musicales de Igor Stravinsky y Béla Bartók, con sus audacias armónicas y rítmicas, inspiraron a los pintores a desafiar las convenciones formales y cromáticas.
El recorrido por el siglo XX también incluye obras donde la música es un elemento central. Mujer con mandolina de Georges Braque descompone el instrumento en planos típicamente cubistas creando una vibración visual que evoca la estructura de una composición musical. Por su parte, Acompañamiento sincopado (staccato) de František Kupka toma como inspiración el jazz, con formas y colores que reflejan los ritmos sincopados y la complejidad del estilo musical, lo que recuerda a las innovaciones sonoras de Duke Ellington y Louis Armstrong. En las décadas siguientes, compositores como John Cage y György Ligeti continuaron expandiendo los límites de la música, en paralelo a los experimentos visuales de artistas como Jackson Pollock y Mark Rothko, quienes buscaron representar lo inefable a través del color y el gesto.
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, cuyas colecciones abarcan siete siglos de historia del arte, ofrece un contexto único para explorar las conexiones entre la pintura y la música. Desde las refinadas tablas góticas y renacentistas hasta los intensos lienzos del expresionismo alemán y las vanguardias del siglo XX, cada obra refleja una época en la que las artes visuales y sonoras se nutrieron mutuamente para capturar la esencia de su tiempo. Este recorrido resalta la riqueza de las expresiones artísticas contenidas en el museo e invita a reflexionar sobre cómo el diálogo entre lo visual y lo sonoro sigue evolucionando, desafiándonos a percibir el arte como un lenguaje universal capaz de trascender las barreras del tiempo y el espacio.
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La Virgen con el Niño entre ángeles
La Virgen con el Niño entre ángeles, del Maestro de la Madonna André, es una obra que combina la devoción religiosa con la sofisticación estética del arte flamenco tardío. La Virgen y el Niño aparecen en un entorno solemne, rodeados de ángeles que sostienen una corona y tocan el laúd y el arpa.
Estos elementos no solo embellecen la escena, sino que evocan el ideal renacentista de la armonía como reflejo del orden divino.
El laúd y el arpa representaban en la música renacentista la búsqueda de un equilibrio perfecto entre lo humano y lo espiritual, en sintonía con el desarrollo de la polifonía sacra en Europa. Josquin des Prez (hacia 1450/1455-1521) y Heinrich Isaac (hacia 1450-1517), entre otros, crearon obras concebidas para resonar en catedrales e iglesias, cuyo objetivo era llevar a los fieles a un estado de meditación y devoción. En este contexto, la polifonía, con sus líneas melódicas entrelazadas, se percibía como una representación sonora de la unidad cósmica, un concepto profundamente arraigado en la teología y filosofía renacentistas.
El periodo renacentista en el que se enmarca la pintura del Maestro de la Madonna André constituyó una época de profundos cambios en la música sacra. Con posterioridad a Des Prez e Isaac, algunos compositores como Giovanni Pierluigi da Palestrina (hacia 1525/1526-1594) y Orlando di Lasso (1532-1594) perfeccionaron la polifonía adaptándola a los ideales espirituales y estéticos impulsados por el Concilio de Trento (1545-1563). Estas piezas buscaban transmitir equilibrio y belleza tanto para alabar a Dios como para inspirar y enseñar a los fieles. En La Virgen con el Niño entre ángeles esta conexión entre música y espiritualidad se traduce visualmente en la serenidad y la armonía que subyace de los ángeles músicos, quienes parecen invitar al espectador a participar en este concierto celestial.

Santa Cecilia entre san Valeriano y san Tiburcio con una donante
Santa Cecilia entre san Valeriano y san Tiburcio con una donante, de Francesco Botticini, es una obra vinculada con la música sagrada del Renacimiento florentino. Santa Cecilia es venerada como patrona de los músicos desde el siglo XV, y se la representa habitualmente con instrumentos musicales como el órgano o el laúd, en referencia a la asociación de estos instrumentos con la música celestial y la alabanza divina.
Cecilia fue nominada formalmente la santa patrona de la música en 1594 debido a la interpretación de su martirio en la Leyenda dorada, de Jacobo della Voragine (1298), donde se narra que “cantaba al Señor en su corazón mientras los instrumentos sonaban”.
En esta pintura sus atributos musicales no se muestran, sino que son aludidos: su conexión con la música reside más en la propia figura de la santa que en la presencia de un instrumento. En otros trabajos como Ángeles tocando instrumentos musicales (hacia 1475-1497), Botticini explora la iconografía de los ángeles músicos, representando la música como una forma de alabanza celestial.
La música en la época de Francesco Botticini está marcada por la transición del canto gregoriano hacia las polifonías renacentistas. Compositores como Guillaume Dufay (1397-1474) y Johannes Ockeghem (hacia 1410-1497) desarrollaron complejas armonías vocales sacras que eran reflejo de la espiritualidad de la época. Por su parte, Josquin des Prez (hacia 1450/1455-1521), conocido por sus innovadoras misas polifónicas y motetes, exploró la expresividad melódica y la complejidad armónica en sus composiciones, elevando la música sacra a un nuevo nivel de sofisticación. Su obra Missa Pange lingua, basada en el canto llano, ejemplifica la manera en que los compositores de la época adaptaban melodías medievales en un lenguaje polifónico moderno.
Estas innovaciones influenciaron en la percepción de la música como un arte elevado y espiritual, en línea con los ideales renacentistas que también se plasman en la pintura de Botticini. Éste, al representar aquí la figura de santa Cecilia, remite a aquel contexto musical y a la espiritualidad del canto litúrgico.

Grupo de músicos
Grupo de músicos, de Jakob van Loo, es un ejemplo representativo del género de “piezas de conversación” que el artista contribuyó a popularizar en la ciudad de Ámsterdam a mediados del siglo XVII.
En muchas de ellas, al igual que en ésta, asistimos a reuniones informales donde los personajes conversan, tocan instrumentos y establecen lazos afectivos entre ellos.
En los Países Bajos en el siglo XVII la música era un símbolo de estatus. La burguesía y la aristocracia organizaban reuniones privadas amenizadas por música de cámara interpretada por un laúd y un violonchelo, entre otros. Estos encuentros, además de entretenimiento, servían para afianzar relaciones sociales y consolidar alianzas, pues la música era considerada una forma de poder y distinción.
Alrededor de 1650, cuando Jakob van Loo pintó Grupo de músicos, destacaban en los Países Bajos los compositores Jan Pietersz. Sweelinck (1562-1621), Jacob van Eyck (hacia 1589/1590-1657) y Constantijn Huygens (1596-1687). En los encuentros de carácter burgués, era común escuchar tanto música de cámara como canciones populares conocidas como liedekens, cuyos temas eran el amor y la vida cotidiana, y airs de cour, piezas elegantes y ligeras que se originaron en Francia y se extendieron posteriormente a los Países Bajos.
Además, se interpretaban la gallarda, la pavana o el pasacalle, danzas que se tocaban con instrumentos como el laúd, la flauta y el violonchelo, presentes en la obra de Van Loo, dando a entender que se trata de un ambiente de disfrute refinado. La combinación de música de cámara y canciones populares en este contexto social sugiere que en este Grupo de músicos podría estar interpretando tanto una obra polifónica de algún compositor como Sweelinck, en una versión para un conjunto pequeño, como una canción o danza ligera cuyo objetivo era entretener y promover la interacción social.

Retrato del Conde Fulvio Grati
En Retrato del conde Fulvio Grati —también conocido como El músico— Giuseppe Maria Crespi captura de manera teatral la pasión de las clases altas italianas por la música a través de una composición llena de referencias a este arte.
En el centro de la obra, el personaje protagonista sostiene un laúd, instrumento de cuerdas ampliamente asociado con la música de cámara y de salón en la Europa barroca. Este laúd, que el conde apoya en sus rodillas y abraza con una mano, es el protagonista en la representación, mientras que en la mesa cercana descansa una pequeña mandolina que Grati sostiene en su otra mano.
Crespi incluye también un arpa, visible al fondo, que añade un toque de sofisticación y refleja el estatus del retratado. De hecho, durante el Renacimiento y el Barroco, la música desempeñaba un papel más allá que el de puro entretenimiento: era una herramienta de prestigio y poder para la nobleza y la realeza, quienes entendían este arte un como símbolo de sofisticación cultural. Mecenas como Grati patrocinaban a músicos y compositores, proporcionándoles apoyo económico y social, además de fomentar talleres donde se formaban nuevos talentos. Y, como en el cuadro, también acostumbraban a servirse de personas esclavizadas como ayudantes, motivo que testimonia la importancia de la trata trasatlántica y el comercio de jóvenes esclavizados en el siglo XVIII.
En la época del Retrato del conde Fulvio Grati destacaban los compositores barrocos Arcangelo Corelli (1653-1713), Antonio Vivaldi (1678-1741) y Jean-Philippe Rameau (1683-1764), quienes componían música sacra, de cámara y operística, ideal para los entornos privados y refinados de la nobleza. Entre las piezas populares se encontraban las arias da capo y las cantatas barrocas, formas vocales melódicas sobre temas amorosos que dominaban la escena musical. También eran comunes piezas instrumentales como la toccata para clavecín y el preludio, así como danzas cortesanas como la sarabanda y el minué, todas ellas reflejo de la música elegante y sofisticada que simbolizaba el estatus y la cultura de la alta sociedad barroca y que parece estar recreando esta obra. Así, Crespi no solo representa al conde como un personaje de alto rango, sino como un verdadero melómano, en sintonía con los valores culturales y estéticos de su tiempo.

Pescador tocando el violín
En Pescador tocando el violín, atribuido a Frans Hals, el pintor capta la alegría y espontaneidad de un hombre de clase baja mientras toca un violín rudimentario. En la época en que el artista pintó esta obra, los Países Bajos atravesaban una gran transformación económica y social.
Con el auge del comercio y el aumento de poder económico de la burguesía surgió una nueva clase media que comenzaba a demandar representaciones artísticas que reflejaran su identidad e ideales. Sin embargo, los sectores más humildes, como campesinos y pescadores, vivían en condiciones precarias, con pocas oportunidades de ascenso social.
Durante el siglo XVII, la música en los Países Bajos era una actividad cotidiana, un medio de expresión social y de entretenimiento, y los instrumentos de cuerda, como el violín, eran comunes en las celebraciones y reuniones sociales. Hals, quien también retrató músicos en obras como Bufón con laúd (hacia 1623) y Dos niños cantantes con laúd y libro de música (hacia 1624), documenta en estas pinturas el ambiente festivo y el amor por la música en la sociedad neerlandesa. Estas escenas no solo reflejan la presencia de la música en la vida diaria, sino que también subrayan el gusto por lo popular y lo espontáneo, aspectos que eran importantes para Hals, quien con sus pinturas otorgaba dignidad a personajes humildes y marginales de la sociedad.
En el retrato del pescador con el violín se puede apreciar la influencia de los pintores llamados caravaggistas de Utrecht, que exploraban temas costumbristas haciendo uso de un estilo realista y dramático. Este enfoque en escenas de la vida cotidiana, en contraste con los temas religiosos o mitológicos predominantes en otros países, refleja la inclinación de la escuela holandesa hacia lo secular y lo profano, especialmente después de la Reforma. El personaje sonriente y despreocupado, desafía el estigma de la pobreza al mostrar alegría y vitalidad, sugiriendo una crítica sutil a las rígidas estructuras sociales. El autor parece recordarnos que, a pesar de las diferencias de clase, existe una humanidad compartida que trasciende las barreras económicas.

Los jóvenes músicos
Los jóvenes músicos de Antoine Le Nain es una pequeña obra que, a través de la simplicidad de su composición, captura el papel esencial de la música en la vida cotidiana de la Francia rural del siglo XVII.
Los niños, dispuestos en una fila muy ordenada, sostienen una pequeña pandereta y un rabel, plasmando el universo sonoro de los pueblos y campos de la época. Este tipo de instrumentos, comunes entre los sectores populares, servían como acompañamiento en bailes, festividades y reuniones comunitarias, en un tiempo donde la música era tanto un medio de entretenimiento como una herramienta para fortalecer los lazos sociales.
Para las cortes europeas del siglo XVII la música era un símbolo de estatus y sofisticación, dominada por composiciones polifónicas y barrocas, con figuras como Claudio Monteverdi (1567-1643) y Jean-Baptiste Lully (1632-1687), cuyas obras incluían madrigales, óperas y suites instrumentales interpretadas por conjuntos especializados. La representación de Los jóvenes músicos de Le Nain, por el contrario, nos transporta a las reuniones al aire libre, a las ferias y fiestas patronales que dinamizaban la vida en los entornos rurales. Las melodías populares mantenían su vigencia en los estratos más humildes, transmitidas oralmente de generación en generación. Sencillos instrumentos como el rabel —de cuerdas frotadas— y la pandereta —de percusión— eran protagonistas de un repertorio que mezclaba danzas tradicionales y canciones narrativas que contaban historias locales. Al ser accesibles para las clases populares, permitían la participación de todos los miembros de la comunidad, fomentando un sentido de pertenencia y perpetuación de las tradiciones.
Le Nain dota a sus figuras de una dignidad serena, enfatizando la humanidad y el carácter universal de su mensaje. Los rostros de los niños, serios y contemplativos, parecen ensimismados en el acto de tocar, mostrando cómo la música era un modo de expresión y una forma de conexión espiritual entre las gentes. A través de esta obra, el pintor no solo retrata a estos niños como sujetos, sino también como portadores de una tradición viva, lo que da cuenta del papel democratizador de la música en el siglo XVII. Las canciones narrativas y danzas tradicionales entretenían, pero también transmitían historias, valores y memorias colectivas, fortaleciendo así la identidad comunitaria y sirviendo para reforzar los lazos afectivos entre los habitantes.

Retrato de grupo con sir Elijah y lady Impey
Retrato de grupo con sir Elijah y lady Impey, de Johan Zoffany, muestra una fiesta familiar en la que la música juega un papel fundamental.
Destaca la presencia de instrumentos tradicionales de la India como el tanpura, un laúd de cuatro cuerdas suele aportar un sonido continuo de fondo en ciertas composiciones, y el sarangi, un instrumento de cuerda capaz de expresar profundos matices emocionales. Estos instrumentos, además de su función musical, apelaban a la devoción y meditación en la cultura hindú.
A finales del siglo XVIII, las tradiciones musicales británica e india diferían marcadamente. La música india estaba dominada por el sistema de ragas y tala, que estructuraban la improvisación y los ciclos rítmicos, y tanto la música indostaní del norte como la carnática del sur tenían una fuerte dimensión espiritual y ritual. Mientras los personajes indios de esta escena estarían interpretando probablemente piezas devocionales o cortesanas, en la Inglaterra contemporánea, de la que provenía la familia Impey, se escuchaban las melodías de autores como William Croft (1678-1727), Thomas Arne (1710-1778) y William Boyce (1711-1779), quienes creaban obras sacras y de cámara para la nobleza y las clases altas británicas. La música británica de esta época enfatizaba la armonía y la forma, en marcado contraste con la improvisación y libertad de la india, una clara la diferencia de estilos y sensibilidades. Por otra parte, esta escena refleja la fascinación exótica de los británicos hacia el continente indio y la interacción entre dos culturas en el contexto de la expansión colonial. Zoffany, en su detallada recreación de este encuentro musical, parece ofrecer una perspectiva crítica de la visión colonial, donde la riqueza artística de India es presentada con una mezcla de admiración y distanciamiento, ilustrando las tensiones y conexiones entre estos dos mundos.
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Bailarina basculando (Bailarina verde)
Edgar Degas, gran observador del París moderno, captura en Bailarina basculando la atmósfera del ballet en la Ópera Garnier con una composición descentrada, que podría deberse a la visión desde un palco.
Esta obra, concebida bajo la influencia del encuadre propio de la recién nacida fotografía y de las estampas japonesas, revela su fascinación por el movimiento y el estudio del cuerpo humano. Pero Degas no fue solo un pintor del movimiento, sino un hombre con un profundo vínculo con la música. Educado en un hogar donde se celebraban conciertos privados, se empapó del repertorio operístico y sinfónico de su época. Esta formación musical influyó en su manera de captar el ritmo y la cadencia en su obra visual.
El ballet, profundamente ligado a la música, actuaba como un puente entre las sensibilidades del público burgués y las composiciones contemporáneas que definían la vida cultural de la modernidad. Las majestuosas óperas de Giuseppe Verdi (1813-1901) y los espectáculos grandiosos de Giacomo Meyerbeer (1791-1864) compartían el escenario con las delicadas partituras de Léo Delibes (1836-1891), autor de Coppélia (1870) y Sylvia (1876). La ópera Fausto de Charles Gounod, amigo cercano de Degas, fue una de las más populares de su tiempo, y una de las preferidas por el pintor. Todas estas obras, interpretadas en la Ópera de París, impregnaban el ambiente con un diálogo entre música y movimiento que Degas supo capturar en sus obras.
Paralelamente, en este mismo periodo, otros artistas como Édouard Manet (1832-1883) también exploraban la relación entre música y sociedad. Sin embargo, Degas llevó su mirada más allá, acercándose a la realidad cotidiana y a los esfuerzos físicos de las bailarinas, distanciándose así de la idealización romántica. Otras obras suyas, como La orquesta de la Ópera (hacia 1870) o Ensayo de ballet en el escenario (1874), dialogan con Bailarina basculando, evidenciando su interés por la vida tras las bambalinas y la música como motor invisible del movimiento. A través de este pastel, Degas trasciende el mero registro visual: convierte el ballet en una sinfonía visual donde el cuerpo, la música y el tiempo se funden en un instante efímero.

Libros, jarra, pipa y violín
Libros, jarra, pipa y violín de John Frederick Peto es una naturaleza muerta cargada de simbolismo y melancolía. Se trata de un trampantojo, característico del naturalismo decimonónico, con una disposición de objetos cotidianos que evocan la intimidad del espacio personal del artista y su interés por la música y la lectura.
La inclusión de un violín en la composición no es casual: Peto fue un amante de la música y tocaba la corneta en eventos locales de Island Heights, en Nueva Jersey, donde residió gran parte de su vida.
La música no solo era parte de su entorno doméstico, sino que también formaba parte de su vida social, ya que actuaba regularmente en reuniones comunitarias y fiestas religiosas.
En la época en la que John Frederick Peto realizó Libros, jarra, pipa y violín, hacia 1880, la música europea estaba marcada por la expresividad emocional de la música de cámara y las composiciones íntimas. Johannes Brahms (1833-1897), con sus Sonatas para violín y piano (1879/1888), y Antonin Dvořák (1841-1904), especialmente con su Trío Dumky (1891) y las Danzas eslavas (1878/1886), exploraban un lenguaje melódico cargado de lirismo y nostalgia. Paralelamente, compositores como Edvard Grieg (1843-1907) y Camille Saint-Saëns (1835-1921) también destacaban con obras para violín y conjuntos reducidos, buscando con ellas capturar emociones personales a través de la música.
Esta tendencia, centrada en la expresividad y la exploración del sonido como vehículo emocional, dialoga con la presencia del violín en la obra de Peto, que pone de manifiesto la práctica musical doméstica común de la época y la idea de la música como reflejo del paso del tiempo y la introspección. El violín, un instrumento popular pero también aristocrático, refuerza la conexión entre la experiencia íntima del artista y los ideales estéticos del Romanticismo tardío, momento en que la música y el arte visual compartían un sentimiento de melancolía y contemplación.

Yvette Guilbert
La obra Yvette Guilbert de Henri de Toulouse-Lautrec nos sumerge en el excitante París de finales del siglo XIX, un momento en el que la música y el arte convergían en los cabarets y cafés-concert de Montmartre.
Este periodo, marcado por la chanson y el auge del entretenimiento popular, fue el contexto ideal para el auge de figuras como Yvette Guilbert (1865-1944), una cantante y actriz icónica por su estilo expresivo y sus emblemáticos guantes negros. El retrato de Guilbert captura tanto su porte teatral como el espíritu de una época en la que la música se entrelazaba con las artes visuales.
En esos años, la música francesa vivía un momento de transformación. Compositores como Erik Satie (1866-1925), con sus Gymnopédies (1888), y Claude Debussy (1862-1918), con obras como Clair de Lune (1905), rompían con las músicas tradicionales explorando nuevas armonías y atmósferas que influían en otras manifestaciones culturales de la época. Paralelamente, el Moulin Rouge y Le Chat Noir eran el epicentro de un estilo más popular y directo, donde artistas como Aristide Bruant (1851-1925) mezclaban letras osadas y melodías pegadizas para conectar con el público. Toulouse-Lautrec, habitual de estos cabarets, documentó con maestría ese ambiente en su obra, mostrando una afinidad profunda por los ritmos, los gestos y la teatralidad del mundo del espectáculo.
Pero el vínculo de Lautrec con la música iba más allá de la observación. Como músico aficionado, entendía el ritmo y la cadencia, algo que trasladaba a su trazo dinámico y a la composición de sus carteles y retratos. El Divan Japonais (1892-1893) y los carteles de la bailarina Jane Avril (1868-1943) son ejemplos de cómo traducía en pintura el movimiento y la energía del escenario, conectando las emociones de la música con las formas visuales.
A diferencia de Degas (1834-1917), quien exploraba el grácil movimiento de la figura humana en la danza, Lautrec ofrecía una visión más cruda y humana del mundo artístico. En Yvette Guilbert, la altivez de la cantante se mezcla con una cierta fragilidad, reflejando tanto el brillo del éxito como el desgaste que lo acompaña. Este retrato no solo celebra a una de las musas más destacadas de Lautrec, sino que plasma a la perfección el espíritu musical y cultural de un París que seguía reinventándose.

Mujer con mandolina
Mujer con mandolina de Georges Braque es una obra emblemática del cubismo analítico. Se trata, además, de un ejemplo de la experimentación formal característica del movimiento cubista, en la cual subyace una estrecha relación del artista con la música.
En esta etapa, Braque, junto a Picasso (1881-1973), transformó el lenguaje pictórico al descomponer las formas y combinar múltiples perspectivas en una misma composición. El hecho de que la mandolina sea el objeto protagonista en esta obra refuerza la conexión entre el arte y la música, además de trasladar al lienzo conceptos como ritmo, armonía y estructura.
Braque fue un músico aficionado: tocaba la concertina y solía rodearse de instrumentos en su estudio, lo que sin duda influyó en su proceso creativo. Este interés se tradujo en la presencia recurrente de objetos relacionados con la música en sus composiciones, como se observa igualmente en Naturaleza muerta con mandolina y metrónomo (1909), Violín y candelabro (1910) o Aria de Bach (1913).
En el París de principios del siglo XX, el mundo de la música era tan innovador como el pictórico. Erik Satie (1866-1925), amigo de Braque, Igor Stravinsky (1882-1971), cuya música revolucionaria marcó el espíritu de la modernidad, y miembros del grupo Les Six, como Arthur Honegger (1892-1955), Darius Milhaud (1892-1974) y Francis Poulenc (1899-1963), exploraban nuevas formas y tonalidades que rompían con las tradiciones académicas. Sus obras dialogan con la fragmentación y el dinamismo característicos del cubismo. La mandolina alude aquí a la tradición musical europea, pero está vinculada también con el folclore, simbolizando la unión entre lo popular y lo culto ensayada por Braque y Picasso a través de la introducción en sus pinturas de papiers collés y collages.
En palabras del propio Braque, durante aquella época pintó numerosos instrumentos musicales, en primer lugar, porque formaban parte de su entorno cotidiano, y también porque su plasticidad y volumen encajaban perfectamente en su concepto personal de naturaleza muerta. Para él, estos instrumentos poseían una particularidad única: cobraban vida al ser tocados, conectando directamente con su búsqueda de un espacio táctil o ”manual“, como prefería llamarlo. Esta fascinación por las relaciones entre la plasticidad y lo musical queda reflejada claramente en Mujer con mandolina, obra en la que la geometrización de las formas produce un ritmo visual evocador del contrapunto, una técnica que Braque admiraba especialmente en las composiciones de Johann Sebastian Bach (1685-1750). Los tonos sobrios y apagados subrayan la introspección y la armonía de la escena, mientras que las líneas fragmentadas sugieren sutilmente ecos y reverberaciones sonoras.

Preludios y fugas de Bach
Marsden Hartley, perteneciente al círculo del fotógrafo Alfred Stieglitz (1864-1946) y pionero del modernismo estadounidense, exploró en su obra la conexión entre música y pintura, lo que le conecta con el espíritu innovador de la vanguardia europea de principios del siglo XX.
En su pintura Preludios y fugas de Bach, Hartley plasma su fascinación por la estructura y espiritualidad de la música de Johann Sebastian Bach (1685-1750). Inspirado por corrientes como el cubismo y el expresionismo, Hartley crea una composición abstracta que evoca el ritmo y la armonía de una fuga musical.
La época en que esta obra fue realizada estuvo marcada por una revolución en la música, con compositores como Claude Debussy (1862-1918), Arnold Schönberg (1874-1951) e Igor Stravinsky (1882-1971), quienes desafiaban las convenciones tonales y exploraban nuevas formas de expresión sonora, influyendo en artistas visuales que buscaban paralelismos entre música y pintura.
Hartley describe su enfoque como un “cubismo subliminal o cósmico” que va más allá de la mera representación visual, y con el que busca provocar en el espectador una experiencia emocional y espiritual. Las líneas y formas geométricas de esta pintura se asemejan a una partitura, con fragmentos de color que se entrelazan rítmicamente y recuerdan a las complejidades de una fuga. Esta concepción es similar a la teoría de la sinestesia de Wassily Kandinsky, quien en De lo espiritual en el arte (1911) planteaba que la música y el arte pictórico podían despertar sensaciones profundas y multisensoriales.
La relación de Hartley con la música no solo se manifiesta en esta obra, sino que se convirtió en un asunto recurrente a lo largo de su carrera. Desde sus primeros paisajes de Maine, titulados Songs of Autumn y Songs of Winter, de hacia 1908-1909, hasta sus obras realizadas París y Berlín, como Musical Theme (Oriental Symphony), de 1913, el artista buscó un lenguaje que pudiera evocar la estructura y el dinamismo de la música. En una carta de 1912 a Stieglitz, escribió: “Es un tema nuevo en el que estoy trabajando, ¿has oído de alguien que intente pintar música?”. Sus investigaciones en este sentido culminan en esta obra, donde inscribe “BACH / PRELUDES ET FUGUES” en la parte inferior, rindiendo así homenaje a la música barroca y dejando constancia de su intento de traducir visualmente la naturaleza mística y estructurada de las composiciones de Bach.

Pintura con tres manchas, n.º 196
Pintura con tres manchas, n.º 196, ejemplifica la ambición de Wassily Kandinsky de evocar la música a través de la pintura y de explorar a través de la abstracción la “resonancia espiritual” en las formas visuales.
Al desligar el color y la forma de la realidad objetiva, Kandinsky ensaya composiciones que consiguieran provocar emociones semejantes a las de la música.
Sus formas abstractas, inspiradas en el estudio de la teosofía y en su teoría sinestésica, traducen el sonido y el ritmo musical al lenguaje pictórico.
La relación de Kandinsky con la música iba más allá del tema representado, pues hay en su obra una profunda influencia de la música en relación con la estructura de sus composiciones. Al igual que Johann Sebastian Bach (1685-1750) organizaba sus fugas con precisión matemática, Kandinsky trataba de crear pinturas que reflejaran un orden interno. Su concepto de “necesidad interior” consistía en que el arte, como la música, debe surgir de la esencia espiritual del artista y no limitarse a imitar la realidad visible; una idea que desarrolló en textos como De lo espiritual en el arte (1911) y Punto y línea sobre el plano (1928). En Pintura con tres manchas, las formas, los colores intensos y los contrastes entre ellos sugieren la espontaneidad y complejidad de la música, recordando las composiciones atonales de Arnold Schönberg (1874-1951), que, al igual que Kandinsky con su lenguaje abstracto, rompió con las estructuras musicales tradicionales para explorar nuevas formas de expresión.
A principios del siglo XX, la música atravesaba una transformación similar a las artes visuales, con figuras como Claude Debussy (1862-1918) e Igor Stravinsky (1882-1971), quienes sobrepasaron los límites de la tonalidad, el ritmo y la armonía de forma muy innovadora. La polirritmia de Stravinsky y la técnica dodecafónica de Arnold Schönberg ocurrieron en paralelo a los ensayos de Kandinsky con la abstracción pictórica que rompía con las formas clásicas. Estos experimentos en la música y el arte desafiaban la lógica, abrazando el caos y la armonía para reflejar la complejidad de la modernidad y su búsqueda de una expresión espiritual. La estrecha amistad de Kandinsky con Schönberg y su admiración por la profundidad emocional de la música alimentaron su convicción de que el arte es un medio idóneo para el despertar espiritual, concibiendo sus pinturas como “composiciones” capaces de resonar en el espectador.

La dama de malva
La dama de malva, de Lyonel Feininger, enmarcada en el contexto de experimentación artística y musical de la Europa de entreguerras, refleja la pasión de su autor por ambas disciplinas.
La obra, con su figura protagonista estilizada y fragmentada, es como una melodía visual compuesta por líneas y colores que recuerda la armonía estructurada de una partitura musical.Feininger estudió violín de joven en Alemania, y aunque no se dedicó profesionalmente a la música, compuso varias piezas, especialmente fugas y cánones, inspirándose en la música barroca y en el estilo de Johann Sebastian Bach (1685-1750), músico por el cual sentía devoción.
La estructura de las composiciones de Bach influyó en la obra pictórica de Feininger, a la que aplicó conceptos como los de repetición, variación y simetría. En 1921 Feininger compuso Fugue in E-flat minor, una partitura que ejemplifica su preocupación por la precisión y la lógica del contrapunto musical, también presente en su obra pictórica. El pintor germano-estadounidenese buscaba unificar los principios musicales y visuales mediante obras que fueran capaces de despertar en el espectador una experiencia multisensorial.
La relación de Feininger con la Bauhaus, donde enseñó desde 1919, fortaleció este vínculo entre arte y música. La música tenía un papel relevante para este movimiento artístico, algunos de cuyos protagonistas, como Paul Klee (1879-1940) y Kandinsky (1866-1944), exploraban el concepto de sinestesia y desarrollaban teorías que relacionaban sonido y color. La música contemporánea de Feininger también influyó en su obra, en particular el trabajo de Arnold Schönberg (1874-1951), quien exploraba la atonalidad y las estructuras no convencionales, rompiendo con la música académica. Esta experimentación con las normas musicales encontró eco en la pintura abstracta del pintor y en su deseo de capturar la esencia rítmica del mundo moderno. La dama de malva, al igual que otras obras suyas, refleja esta indagación en las formas y los colores que se mueven y dialogan como notas en una partitura, invitando al espectador a una experiencia contemplativa y musical.

Jardin d'amour
Jardin d’amour, de James Ensor, presenta una escena de baile de máscaras, un aparente homenaje a las escenas de fiestas galantes del siglo XVIII, en la tradición de Antoine Watteau, cuyo estilo elegante y nostálgico influyó en Ensor desde sus inicios.
En paralelo a su carrera pictórica, Ensor practicó también la música, sobre todo en las últimas etapas de su vida. Autodidacta en el ámbito musical, Ensor componía de manera no convencional y, si bien aspiraba a que sus piezas, creadas principalmente para armonio, fueran interpretadas en grandes escenarios, como el Théâtre des Champs-Élysées, o por la compañía de los Ballets Rusos, su estilo excéntrico y la falta de formación académica dificultaron la aceptación de sus piezas sonoras en los círculos musicales tradicionales.
Sin embargo, logró que algunas de sus composiciones fueran interpretadas en Bélgica, como La Gamme d’amour, un ballet-pantomima que estrenó en Ostende en 1911, o Poppenliefde, que se estrenó en 1924 en la Ópera Real Flamenca de Amberes.
En vida de Ensor la música europea estuvo marcada por la transición del Romanticismo al Modernismo. Mientas que Johannes Brahms (1833-1897) y Richard Wagner (1813-1883) exploraban emociones profundas y atmósferas innovadoras, figuras como Claude Debussy (1862-1918) y Maurice Ravel (1875-1937) lideraban el impresionismo musical, cuya máxima aspiración era evocar sensaciones y colores en lugar de narrativas tradicionales. Estos movimientos en la música tenían paralelismos con el simbolismo y el expresionismo en la pintura, alineándose con la estética sombría y satírica de Ensor.
A principios del siglo XX, otros compositores como Arnold Schönberg (1874-1951) e Igor Stravinsky (1882-1971) comenzaron a desafiar las reglas de la tonalidad, adentrándose en la disonancia y la atonalidad, mientras que el cabaret y la música popular ganaban terreno en las ciudades europeas. Ensor, inspirado en los carnavales y las tradiciones de su ciudad, integró en su arte esta mezcla entre lo festivo y lo grotesco, en sintonía con la música de banda y los temas populares de la época. Aunque Jardin d’amour parece alejarse del tono macabro de otras obras del artista, mantiene un aire de ensoñación y melancolía que matiza la aparente festividad de la escena, recordando también la afinidad de Ensor por lo teatral y lo fantástico. En conjunto, la música y el arte de este periodo compartían una tendencia hacia la experimentación y la crítica social como reflejo de un tiempo de transformación artística.

Orange Grove in California, de Irving Berlin
Arthur G. Dove, uno de los pioneros de la abstracción en Estados Unidos, encontró en la música una constante fuente de inspiración para su pintura. Su obra Orange Grove in California, de Irving Berlin, inspirada en la canción homónima del compositor americano, es un ejemplo de la manera en que Dove logró traducir con extrema elegancia elementos musicales al lenguaje visual.
Forma parte de una serie de seis pinturas inspiradas en el jazz, pintadas en 1927 y expuestas en The Intimate Gallery de Alfred Stieglitz ese mismo año que exploran los ritmos y colores del jazz, un estilo musical que reflejaba la energía y el dinamismo de la vida contemporánea en Estados Unidos. En palabras del compositor George Gershwin (1898-1937), “¿Y cuál es la voz del alma americana? Es el jazz… Son todos los colores y todas las almas unificadas en el gran crisol del mundo”.
Dove tenía la costumbre de escuchar música mientras pintaba, y su interés por el jazz lo llevó a experimentar creando obras que reflejaran sus ritmos y armonías. La sinestesia, o la interacción entre sentidos, era fundamental en su enfoque, ya que creía que ciertas combinaciones de formas, colores y líneas podían generar respuestas emocionales similares a las producidas por la música. La influencia de artistas como Kandinsky (1866-1944), quien también exploró la sinestesia, reforzó el propósito de Dove de capturar la esencia de la música en el lienzo. A través de pinceladas en zigzag y colores cálidos, Dove representaba la naturaleza efímera de la música, permitiendo que sus cuadros vibren con un ritmo visual propio.
Orange Grove in California no solo traduce los colores y sonidos de la pieza de Berlin, sino que es un claro ejemplo de la relación de Dove con la cultura musical de la época. Irving Berlin (1888-1989), un músico estadounidense muy relevante en aquel momento, compuso canciones que eran la esencia misma del jazz y de la cultura popular. El crítico Gilbert Seldes, en su ensayo Toujours Jazz, afirmó: “El jazz es el símbolo, o la consigna, de muchos elementos en el espíritu de la época. En cuanto a América se refiere, es realmente nuestra expresión característica. Es el desarrollo normal de nuestros recursos, lo esperado, y en su peor forma, una realidad creativa de América en su punto de inspiración”. Basándose en la idea de “música para los ojos”, Dove transforma las improvisaciones de jazz y la vitalidad de la música en formas y colores que parecen moverse y resonar.

Orquesta de cuatro instrumentos
Orquesta de cuatro instrumentos de Ben Shahn representa a un trío de músicos –un violinista, un guitarrista con armónica y un violonchelista– sentados en un banco que forman una orquesta improvisada interpretando al aire libre.
Se trata de una escena habitual en Estados Unidos en las décadas de 1930 y 1940, cuando la música popular era una forma de resistencia y una vía de escape en tiempos de dificultades económicas y sociales. La combinación de instrumentos –el violín y la guitarra son comunes en la música popular, mientras que el violonchelo añade una nota de solemnidad y profundidad– sugiere una fusión de estilos que podría reflejar el deseo de Shahn de captar la esencia de una América diversa en la que convergen tradiciones y clases sociales.
Shahn vivió en un momento de grandes transformaciones musicales, desde el auge del jazz y el blues en las primeras décadas del siglo XX, hasta el nacimiento del rock and roll en los años 50. El jazz, nacido en Nueva Orleans y popularizado por figuras como Duke Ellington (1899-1974) y Louis Armstrong (1901-1971), se convirtió en un símbolo de libertad y en una forma de evasión. Durante la Gran Depresión, el swing, interpretado por las big bands, ofrecía entretenimiento a una población que ansiaba cierta alegría y normalidad. Al mismo tiempo, el blues era reflejo de las luchas y el dolor de las comunidades afroamericanas del sur, con artistas como Bessie Smith (1894-1937) y Robert Johnson (1911-1938), dando voz a experiencias de marginación y sufrimiento. Esta mezcla de géneros alimentó una cultura musical que no solo era una manifestación cultural nueva, sino una forma de expresar las realidades sociales de la época.
A medida que Estados Unidos entraba en la década de 1940, el rhythm and blues y el gospel prepararon el terreno para la llegada del rock and roll, una explosión cultural liderada por artistas como Chuck Berry (1926-2017) y Little Richard (1932-2020), quienes con sus nuevos timbres de guitarra eléctrica contribuyeron a derribar barreras raciales. En este contexto, Shahn entendió el papel de la música como un medio de expresión popular y social, especialmente entre las clases trabajadoras y comunidades marginadas. En su ensayo On Nonconformity, pronunciado en Harvard en 1957, Shahn defendía la “no conformidad” como base para el cambio artístico y social, una postura que aplicaba a sus temas pictóricos y a su visión de la sociedad.

Composición gris
Composición gris de Nicolas de Staël es una obra clave dentro de su evolución artística, marcada por un lenguaje visual radical que dialoga profundamente con la música contemporánea de su época.
Su exploración de la relación entre luz, forma y textura encuentra paralelismos con la música vanguardista de Anton Webern (1883-1945) o Pierre Boulez (1925-2016), por poner dos ejemplos destacados. Al igual que Staël fragmentaba la forma hasta lo esencial, estos músicos descomponían la estructura sonora, eliminando lo superfluo en favor de una pureza formal extrema.
La pintura de Staël, en paralelo a la música de Webern, elimina cualquier elemento narrativo, reduciendo la imagen a ritmo, textura y armonía. Esta búsqueda compartida de lo esencial recuerda también a las estructuras del serialismo, una corriente musical liderada por Arnold Schönberg (1874-1951), más tarde desarrollada por Webern y Boulez, que organiza el sonido de manera casi matemática, otorgando a cada nota y silencio un peso estructural equivalente.
En el París de mediados del siglo XX, donde Staël llevó a cabo su carrera, las artes visuales y sonoras vivían un intercambio constante. La influencia de la música dodecafónica y serialista, con su fragmentación radical del sonido y exploración de la pureza tímbrica, se refleja en la pintura de Staël, quien, como Boulez, buscaba un lenguaje universal y atemporal a través de la abstracción. La austeridad cromática de Composición gris, dominada por tonos apagados de gris, blanco y toques negros y rojos, parece resonar con la misma economía tonal y capacidad de exploración de las microvariaciones que Boulez desarrolló en piezas como Le Marteau sans maître (1954).
Este paralelismo entre ambas manifestaciones culturales no era casual. Staël compartía un ambiente creativo con Sonia Delaunay (1885-1979) y Alberto Magnelli (1888-1971), artistas que también exploraban la relación entre ritmo visual y el sonido, y mantenía amistad con músicos de vanguardia. Composición gris es una obra relevante de la abstracción informalista de posguerra y un testimonio del diálogo entre las artes visuales y la música contemporánea, cuyos lenguajes, despojados de narrativas convencionales, ansiaban alcanzar una forma pura y trascendental de expresión.

Ritmos de la tierra
Ritmos de la tierra es una obra que refleja la profunda espiritualidad de Mark Tobey y su búsqueda de una síntesis entre las filosofías orientales y occidentales. Pintada en gouache sobre cartón, esta pieza destaca por su técnica de white writing, una “escritura” de trazos blancos y caligráficos que se entrelazan sobre la superficie creando una textura vibrante y dinámica.
Este método, desarrollado por Tobey a partir de sus estudios de caligrafía oriental y de su experiencia en un monasterio zen en Kioto en 1934, se caracteriza por unas pinceladas fluidas que evocan la escritura japonesa y china, logrando con ellas una composición abstracta que invita a la contemplación.
La conexión de Tobey con lo espiritual llevó a su amigo, el compositor John Cage (1912-1992), a afirmar que el pintor tuvo un “gran efecto en mi manera de ver, es decir, en mi implicación con la pintura, o incluso en mi implicación con la vida”. Cage llegó a dedicarle una de sus piezas, 25 Mesostics Re and Not Re Mark Tobey, de 1972, reconociendo la afinidad entre los ritmos visuales de Tobey y sus propias composiciones musicales. En la misma línea, para el escultor ruso y pionero del arte cinético Naum Gabo (1890-1977), la pintura de Tobey estaba “más cerca de la música que la de cualquier otro en el campo del arte abstracto”.
En 1961, cuando Mark Tobey creó Ritmos de la tierra, la música vivía un periodo de intensa experimentación y transformación, marcado por la exploración de la atonalidad, el minimalismo y el uso del azar en la composición. Compositores como el propio Cage, Pierre Boulez (1925-2016) y Karlheinz Stockhausen (1928-2007) buscaban romper con las estructuras musicales tradicionales, mientras que, en paralelo, el jazz vivía una revolución con el surgimiento del free jazz, liderado por John Coltrane (1926-1967) o Ornette Coleman (1930-2015), entre otros, quienes rompían con las estructuras armónicas convencionales en favor de una improvisación libre y emocional. Estos nuevos enfoques, basados en la búsqueda de formas sonoras innovadoras, exploraciones rítmicas y libertades expresivas, resuenan en la pintura abstracta all-over de Tobey. En su obra, cada centímetro es significativo, pues sus paisajes visuales, que parecen estar en constante flujo, establecen un ritmo visual similar al de una composición musical, como si cada pincelada fuera una nota que forma parte de una sinfonía compleja y envolvente.
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Mata Mua (Erase una vez)
Mata Mua es una obra icónica de la etapa tahitiana de Gauguin, cargada de simbolismo y de un profundo sentido espiritual. El título, que significa “Érase una vez” en tahitiano, sugiere una nostalgia por un pasado idealizado, una suerte de “Edad de Oro” perdida.
En la obra, varias mujeres danzan y rinden tributo a Hina, la diosa de la luna, mientras una figura central toca una flauta, estableciendo un vínculo directo con la música como elemento esencial del ritual y de la escena.
La relación de Gauguin con la música era profunda y personal. Como violonchelista aficionado, comprendía el poder evocador de la melodía, algo que trasladó a su obra pictórica. Su exploración de la armonía y el ritmo en el uso del color y las líneas resonaba en los desarrollos musicales de su tiempo, especialmente con el impresionismo musical de Claude Debussy (1862-1918), quien buscaba trascender las estructuras tradicionales para sugerir sensaciones y atmósferas a través del uso de diferentes tonalidades y dinámicas sonoras. Ambos compartían una fascinación por lo simbólico y la capacidad de la abstracción para conectar con lo espiritual y lo emocional.
A finales del siglo XIX, París era un hervidero de innovación artística donde la música impresionista de Debussy y Maurice Ravel (1875-1937) dialogaba con los movimientos literarios y visuales simbolistas. Gauguin absorbió estas influencias y las reinterpretó en su obra, llevándolas más allá durante su estancia en Tahití. Allí, aunque las tradiciones musicales locales ya estaban trastocadas por la colonización, encontró inspiración en las expresiones culturales autóctonas, integrándolas en su idealizado concepto de pureza y autenticidad artística.
En Mata Mua, Fatata te Miti o Arearea (todas ellas de 1892), Gauguin reitera la importancia de la música como puente entre lo terrenal y lo trascendental, incorporándola como un elemento central en sus composiciones. Estas obras no solo constituyen un homenaje a las tradiciones culturales que se encontró en aquellas tierras lejanas, sino que también manifiestan el deseo de que, como él mismo señaló, la pintura pudiera aplear directamente al alma, al igual que la música.

Acompañamiento sincopado (staccato)
Durante los años en que František Kupka creó Acompañamiento sincopado (staccato), el jazz se consolidaba en Europa, tras su llegada desde Estados Unidos, donde había surgido a principios del siglo XX en la ciudad de Nueva Orleans.
Este estilo, nacido de la mezcla de ritmos africanos, blues y ragtime, comenzó a fascinar a la escena artística y cultural europea en la década de 1920. A medida que el jazz se expandía, especialmente en París, se convirtió en un símbolo de modernidad y experimentación, cautivando a músicos, pintores y escritores.
Fernand Léger (1881-1955), Piet Mondrian (1872-1944) y el propio Kupka, entre otros, encontraron en el jazz una fuente de inspiración, pues tenía una energía y unos patrones rítmicos que parecían capturar el pulso acelerado de la vida urbana y el avance tecnológico de la época. Esta influencia del jazz en las artes visuales se tradujo en composiciones abstractas, llenas de ritmo y dinamismo, donde los colores y las formas parecen danzar al compás de esta nueva música que simbolizaba una ruptura con las tradiciones.
La conexión de Kupka con la música se remonta a sus primeras obras abstractas. Así, por ejemplo, Amorfa: fuga en dos colores, de 1912, se inspira en la estructura musical de la fuga. Influido por el pensamiento teosófico, Kupka perseguía conseguir una “abstracción sonora”, una experiencia entre la vista y el oído que resonara emocionalmente en el espectador, como una composición musical.
František Kupka creó Acompañamiento sincopado (staccato) como parte de una serie conocida como el Ciclo de máquinas, la cual fue realizada en la etapa en la que el artista exploraba un tipo de abstracción inspirada en la tecnología y la energía mecánica. El título de la obra, staccato, es un término musical que describe una ejecución breve y separada de cada nota, es decir, de ritmo fragmentado. Esto se refleja en la composición a través de formas geométricas y colores intensos que parecen chocar y rebotar, creando una cadencia visual similar a los patrones sincopados del jazz. Kupka emplea colores cálidos, como rojos y naranjas, junto a formas mecanicistas, sugiriendo tanto la estructura del jazz como los movimientos de la maquinaria industrial de la época. Ecos de este mismo interés lo encontramos ya en otras dos obras anteriores de las colecciones Thyssen-Bornemisza: Estudio para el lenguaje de las verticales, de 1911, también de Kupka, y El disco, de 1918, del pintor francés Fernand Léger.