Pese a que a Rothko se le asocia con el expresionismo abstracto, su pintura se aleja de la carga gestual y espontánea de sus compañeros. En su obra madura, por lo general, una o varias formas rectangulares flotan sobre la superficie del fondo sin llegar a destacar sobre ella. Los colores, vibrantes y muy diluidos, aplicados en sucesivas veladuras, envuelven al espectador y lo introducen en un nuevo tipo de espacialidad ajena a cualquier noción mesurable. En los años sesenta, los colores brillantes y expansivos de la década anterior ceden paso en su obra a tonos sombríos -morados, grises, verdes oscuros, marrones-, más introspectivos. En el cuadro que nos ocupa, el calificativo de "abstracción de lo sublime" que el crítico Robert Rosenblum aplicó a su obra, se revela en toda su significación.

Aunque generalmente se le asocia con la generación de pintores expresionistas abstractos de la Escuela de Nueva York, Rothko muy pronto dejó de compartir con sus compañeros el carácter gestual y espontáneo de su pintura. A comienzos de la década de 1950 Mark Rothko ya había alcanzado un lenguaje abstracto personal, que sometió en los siguientes veinte años a un proceso de refinamiento y simplificación. Sus lienzos —generalmente de grandes formatos, por considerar que así se conseguía crear un estado de mayor intimidad al ser contemplados— están divididos en varios campos de color de formas rectangulares, más o menos horizontales, abiertas y vibrantes, que, sin ninguna relación con la geometría, parecen flotar sobre un espacio indeterminado. Los colores, aplicados en sucesivas y finas veladuras, como si en vez de óleo se tratara de acuarela, nunca nos revelan las pinceladas, disminuyendo la textura de la pintura a su mínima expresión.

Rothko concebía sus obras como dramas, como la representación de una tragedia sin tiempo. Sus cuadros, de gran intensidad espiritual, consiguen envolver al espectador con una gran fuerza emotiva, invitándole a la contemplación y la meditación. Robert Rosenblum calificó su pintura como la «abstracción de lo sublime» y la relacionó con la tradición romántica de los países de la Europa nórdica. Según este autor, los cuadros de Rothko, como sucedía con los de Friedrich un siglo antes, «buscan lo sagrado en un mundo profano».

Rothko consideraba que el color puro era el mejor modo para expresar las emociones y, en este sentido, podemos ponerle en relación con las teorías místicas sobre la abstracción desarrolladas por Kandinsky. Como él, Rothko creía que el color actuaba directamente sobre el alma y era capaz de producir emociones profundas en el espectador. En los primeros años de la década de 1960, las tonalidades fuertes y brillantes de sus cuadros anteriores, que producían una especie de radiación expansiva, fueron sustituidas por colores sombríos, como los morados, grises, verdes oscuros, marrones, con los que Rothko consigue obras más herméticas, todavía más sobrecogedoras.

En 1961, el mismo año en que Rothko pintó Verde sobre morado del Museo Thyssen-Bornemisza, se celebró una importante exposición del artista en el Museum of Modern Art, la primera que este museo neoyorquino dedicaba a un artista de la Escuela de Nueva York en solitario. Rothko, que siempre supervisaba meticulosamente los montajes de sus obras, pues valoraba mucho la forma en que el espectador se acercaba a ellas, hizo una presentación muy intensa y dramática, con los cuadros muy juntos y la luz muy difuminada, que anunciaba el cambio que se estaba produciendo en su obra, fiel reflejo del estado depresivo en el que se encontraba. Aunque no se sabe con certeza, Gail Levin apunta que Verde sobre morado fue seguramente realizado después del cierre de la mencionada muestra y sería uno de los primeros ejemplos de la evolución de la pintura de Rothko hacia unas tonalidades más opacas y sombrías.

Jeffrey Weiss hacía referencia a la contradicción entre la atracción que nos produce la pintura de Rothko, que se presta a una prolongada contemplación, y lo difícil que es de descifrar. Paradójicamente, Rothko siempre aspiró a ser comprendido, convencido de que «la evolución de la obra de un pintor es un viaje en el tiempo hacia la claridad: hacia la eliminación de todos los obstáculos entre el pintor y la idea y entre la idea y el espectador»; y para él, «alcanzar esa claridad es sencillamente ser entendido».

Paloma Alarcó

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