12 de octubre: abrimos a partir de las 13:00 con entrada gratuita

Por Noelia Romero


Una habitación propia invita al visitante a recorrer las salas de las colecciones del museo deteniéndose en una selección de obras que suscitan la reflexión sobre el papel de lo doméstico en el arte y las formas de habitar una casa como proceso de subjetivación desde una perspectiva de género. Antes de nada, es preciso mencionar los acontecimientos que dan título a este recorrido: las conferencias que en 1928 Virginia Woolf leyó en Newnham College y en el Girton College. De ambas surgió el libro A Room of One’s Own (Una habitación propia), estandarte de la reivindicación de los derechos de la mujer durante el siglo XX, así como análisis indispensable sobre la falta de espacios de creación y producción cultural de las mujeres a lo largo de la historia. La falta de vida privada —de una habitación propia, tanto en sentido literal como alegórico—, concluye Virginia Woolf, es la razón principal por la que no hay apenas pruebas fehacientes de producción intelectual femenina:

Al pensar en todas esas mujeres que habían trabajado año tras año y habían encontrado tantas dificultades para reunir dos mil libras, y tanto habían tenido que esforzarse para recaudar treinta mil, estallamos de indignación por la vergonzosa pobreza de nuestro sexo. ¿A qué se dedicaron nuestras madres para no poder dejarnos ninguna riqueza? ¿A empolvarse la nariz? ¿A mirar escaparates? ¿A exhibirse al sol en Montecarlo? Había varias fotografías en la repisa de la chimenea. La madre de Mary —si el retrato era de ella— quizá fue una holgazana en sus ratos libres (se casó con un ministro de la Iglesia y tuvo trece hijos), pero, en tal caso, su vida alegre y disipada había dejado muy pocas huellas de placer en sus facciones. Era una mujer de su casa: una señora mayor, con un chal de cuadros sujeto con un camafeo. (...) Ahora bien, si hubiera montado un negocio, si se hubiera dedicado a la fabricación de seda artificial (...) su hija y yo esa noche estaríamos tranquilamente sentadas hablando de arqueología, de botánica, de antropología, de física, de la naturaleza del átomo, de matemáticas, de astronomía, de relatividad o de geografía.

Un modo emancipador e inclusivo de encuadrar la pregunta «¿qué condiciones son necesarias para la creación de una obra de arte?» no solo apunta a las mermas y carencias relacionadas con el universo femenino tan exento de obras, sino que señala directamente a la necesidad de revisar también las zonas, las habitaciones y los espacios conquistados o apropiados por el hombre, para habitar en ellos de forma creativa. Los talleres, los estudios, los despachos, las cabañas y la naturaleza han sido, y son, continentes y contenido de la creación artística masculina, y merecen por sí mismos una investigación detallada. De igual forma, nos ofrecen un destacado punto de partida para reflejar su ausencia en el universo femenino, tan relegado al espacio de lo doméstico, a las zonas comunes y a los cuidados de la familia. La relevancia de estas habitaciones propias como motivos dignos de ser pintados a menudo sobrepasa su valor testimonial como espacios de trabajo, de producción artística e intelectual, para convertirse en reflejo de la mentalidad del artista, en una modalidad de autorretrato.

En cierto modo, somos lo que hacemos y dejamos nuestra marca donde lo hacemos. El lugar representado no solo acoge una acción o atestigua un oficio, sino que provee de condiciones de posibilidad para que esa subjetividad se exprese y se delimite en un marco concreto. Ahora bien, si la subjetividad masculina se desarrolla, como hemos apuntado, en el taller, en el despacho, en la naturaleza, o en un interior privado, la subjetividad femenina, por contrapartida, tiene lugar en habitaciones comunes, a través de los cuidados domésticos y la administración de los bienes familiares. Y, a su vez, en estancias más privadas e íntimas, donde ellas son retratadas en calidad de musas, encarnando el deseo masculino proyectado. En ninguna de estas temáticas se hace alarde ni de los deseos ni de los saberes propios de ellas, tampoco son la expresión de un yo productor. La gran mayoría, por lo general, son por tanto, captadas como objeto decorativo de uso erótico o familiar. Salvo en algunas excepciones, cuando es una artista femenina la que lo retrata.

Para suscitar esta reflexión nos apoyamos especialmente en una selección de obras de las colecciones que alberga el museo de pintura flamenca del siglo XVI, holandesa del XVII y francesa del XVIII —tan proclives a representar escenas de interior—, pero también en otras de los albores del arte moderno —pertenecientes al romanticismo, al impresionismo y al simbolismo—, así como de comienzos del siglo XX —en particular, el fauvismo y el realismo americano de entreguerras—. Todos estos movimientos artísticos, así como en suma la historia del arte concebida dentro del marco occidental, configuran, atestiguan y promueven la división de roles de género, detallando y perfilando los marcos de acción y subjetivación posibles asignados a cada sexo.

Veamos todo esto a través de las salas, en ejemplos concretos.

Obras del recorrido