Un paseo meteorológico por el Thyssen-Bornemisza
José Miguel Viñas
Pasear por las salas del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza nos brinda la oportunidad de acercarnos a la pintura desde enfoques e intereses muy distintos, todos ellos enriquecedores. Si nos fijamos en los paisajes, descubriremos en la presencia de cielos en la mayoría de ellos que, lejos de ser meros telones de fondo, constituyen, en muchos casos, una parte esencial de la composición de la obra, cuando no su elemento principal, en el que el artista puso su foco de atención para nuestro disfrute.
Tanto las nubes como los demás elementos atmosféricos que aparecen en los cuadros no solo contribuyen a su belleza, sino que, además, tienen muchas cosas que contarnos. Más allá de diseccionar una pintura con ojos de meteorólogo y conocer qué tipos de nubes aparecen en ella, si somos capaces de identificarlas y ponerles sus correspondientes nombres oficiales en latín (Cumulus, Cirrus, Altostratus, Cumulonimbus…), tiene tanto o más interés conocer la razón por la que un determinado artista pintó de forma reiterada un tipo de cielo concreto, lo que llega a convertirse en la principal seña de identidad de alguno de ellos.
Esta información complementaria de los cuadros de paisaje se enriquece todavía más si la situamos en el contexto meteorológico y climático en que fueron pintados. Si bien los artistas desarrollan su creatividad libremente, siguen tendencias y reciben influencias, es decir que terminan trasladando sus vivencias a las obras, y la componente ambiental (atmosférica) siempre está ahí, actuando sobre la vida de cada uno de ellos, de cada uno de nosotros, de cada persona.
En este paseo viajaremos a los majestuosos parajes naturales de Estados Unidos en el siglo XIX de paisajistas como George Innes, Albert Bierdstadt o Martin Johnson Heade, quienes retrataron magistralmente en unas pinturas que contribuyeron a reforzar la identidad de país entre los colonos europeos que se fueron expandiendo por aquel vasto territorio. Los rigores invernales que se vivieron en Europa durante la Pequeña Edad de Hielo –principalmente entre los siglos XVI y XVIII– también quedan bien reflejados en pinturas de Van Goyen o los Ruysdael, entre otros. Los cielos de Van Gogh, Sisley o Boudin forman igualmente parte del recorrido, sin olvidarnos de otros pintores también impresionistas como Monet o Pissarro, interesados en plasmar el deshielo primaveral o la transformación del paisaje provocado por una nevada.
Este original acercamiento a la pintura es complementario a cualquier otro que pueda llevarse a cabo. Concluido el paseo, el visitante dispondrá de más elementos de juicio para analizar un determinado paisaje, al margen de la satisfacción que produce la contemplación de la belleza de las obras. El objetivo final de este itinerario es reivindicar la importancia de los cielos retratados en la pintura universal, ayudar a entenderlos mejor y disfrutar de ellos tanto en la pintura como al natural.
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En el plano puedes ver destacadas las salas donde se encuentran las obras del recorrido.

La matanza de los inocentes
Comenzamos nuestro paseo viajando hacia atrás en el tiempo, hasta la segunda mitad del siglo XVI, cuando media Europa estaba tiritando de frío, padeciendo la rigurosidad de unos inviernos que no tenían precedentes en las décadas y siglos anteriores.
Había comenzado la Pequeña Edad de Hielo, que es como se conoce al periodo anómalamente frío que aconteció en el continente europeo y en otras regiones del mundo desde el siglo XV hasta el XIX, con tres momentos álgidos en los que la intensidad y la persistencia de las bajas temperaturas y de las inclemencias meteorológicas pusieron contra las cuerdas a la población.
Esa anomalía climática tuvo su reflejo en la pintura, tal y como apreciamos en esta tabla, pintada en 1586. Su autor, el pintor flamenco afincado en tierras germanas Lucas van Valckenborch I (1530-1597), representa un motivo religioso ligado a la Natividad de Jesús, y lo ambienta en uno de esos inviernos heladores que se estaban viviendo en aquella época. Sigue la estela de Pieter Bruegel el Viejo, que un par de décadas antes vivió el crudísimo invierno de 1564-1565, lo que hizo que pusiera el foco de atención en dicha circunstancia y lo trasladara a algunas de sus tablas más emblemáticas.
Destacan entre ellas Los cazadores en la nieve (1565) y las tres que dedicó al motivo de la Natividad, una de las cuáles es La masacre de los inocentes (hacia 1566), en la que se inspiró Van Valckenborch I para pintar ésta.
Bruegel convirtió la crudeza invernal en protagonista principal de los paisajes, lo que, como vemos aquí, fue replicado por otros pintores que vivieron asimismo aquellos fríos. La influencia del patriarca de los Bruegel no solo fue pictórica, también caló en el imaginario colectivo, transformando profundamente la imagen que hasta ese momento se tenía del nacimiento de Jesús en Belén. En pinturas anteriores a las suyas se representa con un tiempo primaveral, con los campos verdes y los cielos azules.

Cristo en la tempestad del mar de Galilea
La riqueza de fenómenos meteorológicos es uno de los elementos más llamativos de esta pequeña tabla de Jan Brueghel el Viejo (1568-1625), hijo de Pieter Bruegel el Viejo, el patriarca de la conocida familia de pintores flamencos. En la pintura se representa una escena bíblica, recogida en el Nuevo Testamento, en la que Jesús, acompañado de once de sus discípulos, viaja en una barca a merced de un fuerte temporal.
El “mar” donde se desarrolla la acción es, en realidad, el lago de Genesaret o Tiberíades, situado en la región de Galilea –en el actual territorio israelí– a 212 metros por debajo del nivel del mar. Si bien los protagonistas de esta pintura son Jesús y los discípulos, que le acompañan en esa pequeña embarcación a punto de zozobrar, la agitación de las aguas y los oscuros nubarrones que cubren parte del cielo son también parte importante de la escena.
Dominan en ellos los tonos verdosos, azules y grises, lo que contrasta con los vivos colores de los atuendos que portan los personajes de la barca. Jesús, ajeno a la tempestad, está dormido, mientras que los apóstoles muestran claros signos de angustia ante la peligrosa tempestad que se abate sobre ellos.
Justo sobre la vertical de Jesús, en clara alusión alegórica, aparece una pequeña fracción del disco solar. Las tinieblas –el mal– se van abriendo camino, lo que –siguiendo con la alegoría– podría llegar a ocultar el sol por completo, consumándose la victoria del mal sobre el bien.
Vemos también unos haces de luz emergiendo por la parte derecha del nubarrón, y en la izquierda aparece una zona de cielo iluminado por una culebrilla, que no es otra cosa que una zigzagueante descarga eléctrica generada por la tormenta. Los colores azulados del cielo se extienden también a las montañas del fondo, mientras que la agitada superficie del lago –rica en matices, por las crestas de las olas o la espuma– aparece de un tono más verdoso, lo que otorga bastante realismo a la escena, ya que esa coloración es la que adopta el mar cuando amenaza tormenta.
En cualquier caso, en este Cristo en la tempestad del mar de Galilea prima el carácter simbólico del fenómeno meteorológico sobre cualquier otra consideración que podamos hacer sobre él.

Paisaje invernal con figuras en el hielo
Desde mediados del siglo XVI hasta la segunda mitad del XVII las escenas puramente invernales –con la nieve y el hielo como indiscutibles protagonistas– se convirtieron en un motivo recurrente en la pintura europea, especialmente en la holandesa.
A raíz del crudísimo invierno de 1564-1565 el pintor flamenco Pieter Brueghel el Viejo pintó una serie de tablas en las que el tiempo invernal cobró una relevancia inédita hasta ese momento en la pintura occidental. Su conocida obra Cazadores en la nieve (1565) marcó ese punto de inflexión.
A esa siguieron otras que ilustran cómo el intenso frío, con todo congelado, alteró la vida de la sociedad europea, que tuvo que adaptarse a ese nuevo marco climático. Los inviernos gélidos se fueron repitiendo con cierta cadencia durante la Pequeña Edad de Hielo. Dicha circunstancia queda perfectamente reflejada en la pintura de los paisajistas holandeses de la época, como Jacob Isaacksz. van Ruysdael, Hendrick Avercamp o Jan Josephsz. van Goyen (1596-1656), quien, en esta tabla fechada en 1643, pinta una vista de los alrededores de Dordrecht, con el río congelado y las personas desplazándose y haciendo vida sobre él.
Se observan varios trineos tirados con caballos, algunas personas patinando y otras llevando a cabo diversas actividades como la pesca o jugando, pues también había tiempo para el ocio, a pesar de las dificultades asociadas a la crudeza invernal.
Estas escenas se repetían muchos inviernos. Van Goyen da importancia al cielo en la tabla, que ocupa los dos tercios superiores, algo que también hicieron otros pintores holandeses. No es el típico cielo de nieve, de color grisáceo uniforme (panza de burra, como se dice coloquialmente), sino que dominan en él grandes cúmulos, entre los que se entrevén algunas porciones de cielo azul. Esas nubes están dotadas de dinamismo, al que también contribuye el trasiego de las personas de la parte inferior.
De no haber ocurrido aquellos crudos inviernos, los paisajes congelados brillarían por su ausencia en la producción de Van Goyen y de otros muchos pintores que, sin pretenderlo, actuaron como notarios de una época con un clima antagónico al actual (enfriamiento versus calentamiento).

Noche: escena de la costa mediterránea con pescadores y barcas
Pintar una escena de noche tiene una dificultad técnica mayor respecto a los paisajes diurnos, debido principalmente a que nuestra visión disminuye cuando la luminosidad ambiental es menor, lo que hace que percibamos los colores y las intensidades de todo lo que vemos a nuestro alrededor de manera alterada.
No han faltado pintores que han afrontado con éxito ese reto, como el romántico noruego Johan Christian Claussen Dahl (1788-1857) o el paisajista francés Claude-Joseph Vernet (1714-1789), que pintó con maestría esta bella marina nocturna a la luz de la luna.
A pesar de que la escena se desarrolla por la noche, el cuadro es luminoso, fruto, sin duda, de la influencia que Vernet –lo mismo que otros muchos pintores– recibió de Claudio de Lorena (1600-1682) durante su larga estancia en Italia.
Allí se forjó como pintor de paisajes y marinas, lo que le brindó un gran reconocimiento internacional. Tras pasar casi dos décadas en Roma, al poco de regresar a Francia, en 1753, recibió el encargo de Luis XV de pintar una serie de quince cuadros con los principales puertos franceses, una de sus especialidades. En esta vista de la costa mediterránea, al fondo del cuadro, entre brumas, en la parte del mar que está más iluminada se intuye la presencia de un puerto gracias a las arboladuras de los barcos.
Los contrastes de luz en el lienzo son dignos de admiración. Hasta tres fuentes de luz –la luna, la lumbre de la parte izquierda y la fogata de la derecha– incluye este artista en el cuadro, lo que permite apreciar un sinfín de interesantes detalles. La luz de luna perfila los contornos de las nubes, generando a su vez una brillante aureola alrededor del astro.
Gracias a esa luz plateada, comprobamos también cómo la superficie del mar presenta un pequeño oleaje. Se trata de un paisaje atmosférico-marítimo de ejecución perfecta, en el que tampoco faltan algunas estrellas, visibles en los huecos de cielo raso que hay entre las nubes.

Paisaje con puesta de sol
Uno de los grandes retos de la pintura es la plasmación de la atmósfera donde una luz envolvente lo impregna todo. La luminosidad ambiental va cambiando con el paso de las horas y también en función de que haya una mayor o menor cobertura nubosa, el tipo de nubes y su disposición con respecto al sol o la luna (la fuente luminosa), a los distintos elementos del paisaje y al observador.
El pintor holandés Aelbert Jacobsz. Cuyp (1620-1691) abordó numerosos temas a lo largo de su carrera, pero fueron sus paisajes con la cálida luz del atardecer los que le dieron un mayor reconocimiento y fama. Los pintó reiteradamente, conjugando en ellos sus dotes de observador y una técnica pictórica sobresaliente.
Durante la puesta de sol el paisaje adquiere una luminosidad especial. Los fotógrafos se refieren a ese momento del día como la “hora dorada”, debido al tipo de luz con que los objetos se iluminan durante los momentos previos e inmediatamente posteriores al ocaso. Cuyp lo consiguió trasladar magistralmente a sus obras y este Paisaje con puesta de sol es una buena muestra de ello.
El sol queda fuera de la escena, a la izquierda, y es fácil deducir que todavía no se ha puesto, gracias a detalles como los brillos sobre el agua del río o la larga sombra que se proyecta tras el vaquero. El tratamiento de la luz es impecable. Las tonalidades rosáceas del cielo de la parte izquierda han sido aplicadas también a las montañas del fondo, iluminadas todavía por la luz del sol. La parte luminosa de la izquierda contrasta con la más apagada de la derecha, donde el artista sitúa unas nubes grisáceas cumuliformes.
La presencia de algunos huecos entre ellas y los contornos de aspecto desgarrado sugieren que son los restos nubosos de una tormenta. La precisión con la que Cuyp ha pintado todos esos detalles, junto a la minuciosidad de los elementos de la vegetación, hablan por sí solas de la calidad del artista.

Mar tormentoso con barcos de vela
El dramatismo implícito en el tiempo tempestuoso, con el mar muy agitado y nubes amenazantes, es un motivo recurrente en la pintura. Desde siempre, los neerlandeses conviven con los fuertes temporales marítimos que azotan sus costas, al paso de las profundas borrascas que discurren por el Mar del Norte.
La violencia con la que sopla el viento sobre la superficie del mar genera olas grandes y espumosas. Bajo estas condiciones meteorológicas, la navegación se complica y el riesgo de zozobrar es alto.
Estas condiciones son lo suficientemente impactantes como para no pasar desapercibidas a los pintores holandeses, entre ellos Jacob Isaacksz. van Ruysdael (1628-1682), al margen de la intención deliberada de elegir dicho motivo frente a otros menos llamativos.
Neptuno (Poseidón en la mitología griega) es la deidad de las aguas, hermano de Júpiter y Plutón, es temido por su poder para controlar los terremotos. Cronos le adjudicó el dominio total sobre el elemento húmedo y, al igual que el océano en el que reina, se le atribuye un temperamento impredecible, misterioso, salvaje y, en ocasiones, malévolo. Representado tradicionalmente como un hombre maduro de complexión musculosa y barbado, sus atributos son el tridente y la corona con los que aparece caracterizado en esta obra.
El siglo XVII fue muy borrascoso en el Atlántico Norte, con largos periodos en los que los temporales no daban tregua. Aunque las marinas no son el motivo que más abunda en la producción de este gran paisajista, sí que encontramos algunos ejemplos notables como Mar tormentoso con barcos de vela, en el que traslada al lienzo de forma muy efectista una mar embravecida bajo el azote de la tormenta, en presencia de un cielo henchido de oscuros nubarrones (cúmulos de gran desarrollo vertical), inclinados hacia la derecha, lo mismo que los velámenes de los barcos, por efecto del fuerte viento que está soplando.
La influencia que ejercieron en Ruysdael tanto Jan Porcellis (1584-1632) –especialista en marinas– como Hendrick Martensz. Sorgh (hacia 1610-1670) queda patente en esta obra, cuya composición es muy similar a Barcos de vela con viento fuerte de Sorgh. Si echamos mano de la escala Douglas, que se clasifica oficialmente el estado del mar, el aspecto que muestra éste en el cuadro permite deducir que se trata de una mar gruesa, con olas de entre 2,5 y 4 metros de altura, en la que –por definición– “comienzan a formarse olas altas. […] La espuma blanca de las rompientes de las crestas empieza a ser arrastrada en la dirección del viento y aumentan los rociones”.
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Atardecer en la pradera
La pintura norteamericana del siglo XIX nos traslada a los paisajes vírgenes de los territorios por entonces inexplorados de Estados Unidos, con frecuencia magnificados e idealizados. Los pintores de la llamada Escuela del Río Hudson fijaron su atención en la belleza natural de los majestuosos paisajes del Lejano Oeste, lo que supuso para ellos una excitante exploración visual de lugares que comenzaban a ser descubiertos y colonizados por el “hombre blanco”.
Uno de los principales exponentes de ese grupo de pintores fue Albert Bierstadt (1830-1902). De origen alemán y afincado en New Bedford, en el estado de Massachusetts, su primera toma de contacto con las tierras inexploradas del Oeste de Estados Unidos fue en 1859, cuando formó parte de una expedición encargada de abrir una nueva ruta ferroviaria hacia el Pacífico.
A ese primer viaje siguieron varios más en años posteriores, en los que quedó prendado de la majestuosidad de los lugares que fue conociendo, potenciada a menudo por los cambiantes cielos y las condiciones atmosféricas. En los paisajes de Bierstadt, aparte de grandes y puntiagudas montañas, el tiempo con frecuencia es tormentoso, las nubes cubren gran parte del cielo y tampoco faltan los intensos resplandores de la luz solar.
Este Atardecer en la pradera es un buen ejemplo de ello. Las últimas luces del día iluminan por debajo una capa nubosa de estratocúmulos. Un llamativo cono de sombra se proyecta hacia arriba, procedente del sol, que acaba de ponerse justo en la zona del horizonte donde la luminosidad es más intensa. Vemos unos cielos encendidos similares en el cuadro Crepúsculo en la naturaleza salvaje, de Frederic E. Church (1826-1900), también destacado miembro de la Escuela del Río Hudson. Estos y otros imponentes paisajes, pintados de forma deliberadamente llamativa, como un reclamo, calaron en la sociedad estadounidense de la época. Gracias a ellos, se fueron conociendo los idílicos entornos naturales de Norteamérica, lo que contribuyó a reforzar la identidad nacional entre la población.

Mañana
Uno de los pintores de paisajes norteamericanos del siglo XIX más importantes fue George Inness (1825-1894). Recibió las influencias de paisajistas europeos como John Constable (1776-1837), los franceses de la Escuela de Barbizon –motivados por la exaltación de las escenas naturales– y el artista estadounidense de origen inglés Thomas Cole (1801-1848), fundador de la Escuela del Río Hudson.
En esta Mañana, Inness logra transmitir las sensaciones que se experimentan en campo abierto en un momento del día tan especial como la salida del sol. La ejecución de la obra es tan perfecta que casi sentimos el frescor matutino, ese relente tan característico del inicio de la mañana, que es cuando habitualmente se alcanza la temperatura mínima de la jornada.
El cuadro también nos transmite la serenidad que domina durante ese momento del día. Merece la pena detenerse a contemplar los detalles que el artista integra en ese cielo de la mañana. Las nubes que aparecen en la parte superior son altostratos.
Este género nuboso, situado entre los 2.000 y los 7.000 metros de altitud, se extiende en la horizontal formando una capa que llega a cubrir grandes extensiones de cielo. Su aspecto es bastante uniforme, aunque es común que presente elementos fibrosos o estriados, tal y como los pinta Innes. Los altostratos no son nubes muy llamativas, salvo al atardecer y al amanecer (como es el caso), en que la luz del sol incide sobre ellas desde abajo y las dota de una plasticidad de la que carecen el resto del día.
En la parte inferior del cielo se aprecia la bruma, que aquí queda delatada por su aspecto difuminado y la degradación cromática aplicada por el pintor. Es habitual al comienzo del día: el enfriamiento nocturno va cargando de humedad el aire cerca del suelo, lo que favorece su formación.
George Inness recrea tan bien ese escenario natural que prácticamente nos traslada a él, haciéndonos partícipes de algunas de las emociones que provoca en nosotros el amanecer. Se trata de un paisaje vívido, a pesar de la idealización intencionada con la que fue pintado por el artista.

El deshielo en Vétheuil
El invierno de 1879-1880 fue excepcionalmente frío en Francia y en otros países europeos, coincidiendo con los últimos coletazos de la Pequeña Edad de Hielo. El río Sena a su paso por Vétheuil –situado 60 kilómetros al norte de París– se congeló por completo.
Por aquel entonces, el pintor impresionista Claude Monet (1840-1926) vivía en esa pequeña localidad francesa y pintó una serie de diecisiete óleos, dedicada al deshielo del río.
Aquí vemos uno de ellos, rico en matices, que consigue trasladarnos al lugar de los hechos. Transmite el silencio –roto únicamente por el murmullo del agua y del hielo quebradizo–, la quietud de los árboles y el frío correspondiente a un escenario como ese, dominado en la pintura por los tonos grises y azules pálidos.
Es muy meritorio conseguir a base de pinceladas sueltas –jugando con diferentes tipos de trazos y texturas– una composición que capture de forma tan efectista el deshielo primaveral. Conseguir plasmar los momentos únicos y efímeros que nos brinda la naturaleza, en particular las formas cambiantes del agua y de los cielos, fue lo que llevó a los impresionistas a romper las normas y revolucionar el mundo de la pintura.
A lo largo de su vida, Monet vio en repetidas ocasiones el río Sena congelado y la secuencia del deshielo. Alguna de esas veces llegó a presenciar cómo se desplazaban por la arteria fluvial bloques de hielo de gran tamaño que inmortalizó en otras pinturas.
Los representó por primera vez en Témpanos de hielo en el Sena cerca de Bougival (1868), tras vivir otro invierno helador, el de 1867-1868. Cuando en 1890 el artista se fue a vivir a Giverny, a poca distancia del cauce del río, de nuevo fue testigo de ese espectáculo de la naturaleza, que plasmó en una serie de doce pinturas.
En todas ellas se alejó del excesivo dramatismo (los témpanos de hielo a la deriva arrasan con todo al alcanzar las orillas), centrándose en la serenidad con la que va evolucionando ese proceso natural.

Los descargadores en Arlés
Los intensos colores crepusculares de esta pintura están relacionados, muy probablemente, con las alteraciones que provocó en los cielos europeos –y de otros lugares del mundo– una de las erupciones volcánicas más violentas ocurridas en la Tierra desde que hay seres humanos.
La noche del 26 de agosto de 1883 la pequeña isla de Krakatoa, situada en el estrecho de Sonda, entre Sumatra y Java, en Indonesia, saltó literalmente por los aires. La erupción lanzó a la atmósfera una enorme cantidad de partículas, alcanzando las más pequeñas hasta los 80 kilómetros de altitud.
Con el paso del tiempo, los fuertes vientos de la alta atmósfera fueron dispersando esos aerosoles y formaron un velo que cubrió gran parte del globo terráqueo. Esa pantalla de minúsculas partículas provocó un enfriamiento a escala planetaria que duró cinco años, alterando los patrones meteorológicos. Durante ese “invierno volcánico”, la presencia en la atmósfera de esos elementos enturbió los cielos y potenció la intensidad de los colores amarillentos, rojizos y anaranjados durante las salidas y las puestas de sol.
Tanto en Europa como en otros lugares del mundo se pudo disfrutar de ese espectáculo visual durante varios años, lo que no pasó desapercibido a pintores como Vincent van Gogh (1853-1890), autor de este cuadro. En febrero de 1888 recaló en la localidad francesa de Arlés, en la Costa Azul, a donde fue buscando la luz del Mediterráneo y la encontró potenciada por los elementos dispersantes volcánicos que todavía surcaban los cielos.
En Los descargadores en Arlés vemos un ardiente crepúsculo vespertino, puesto que la acción se sitúa poco después de la puesta de sol. La envolvente luz de colores cálidos se refleja en las aguas del Ródano, en una de cuyas orillas, la situada en primer plano, aparecen los citados descargadores a contraluz.
Van Gogh contempló la escena con ese cielo encendido, tal y como le contó a su hermano Theo en una carta fechada a principios de agosto de aquel año. No obstante, queda abierta la posibilidad de que la principal motivación que llevó a Van Gogh a pintar esas llamativas tonalidades fuera la experimentación con la paleta de colores.

Nubes de verano
Este llamativo cuadro de gruesas pinceladas nos traslada a los mares del sur. Su autor, el pintor alemán Emil Nolde (1867-1956), quedó prendado por las nubes y el agitado mar de color turquesa que observó durante el viaje que realizó por las antiguas posesiones alemanas del Pacífico en 1913.
Tal y como manifestó el propio artista: “Muy a menudo, y mientras estaba sumido en mis pensamientos, ante mi ventana contemplaba largamente el mar. Allí no había nada excepto agua y cielo”.
A diferencia de otros pintores, empeñados en retratar de forma realista las formas nubosas y la superficie marina, en los cuadros de Emil Nolde priman las sensaciones que causaron en él los diferentes elementos de la naturaleza que observó. En el expresionismo –del que Nolde fue un destacado representante–, la realidad se deforma, ya que la prioridad de los artistas de este movimiento artístico es la plasmación de sus sentimientos en sus obras.
El cambio de aires –pasando de la fría y nubosa Alemania a la tórrida y soleada zona tropical– debió de ser algo impactante para el artista. El fuerte caldeamiento del aire que tiene lugar junto al suelo en el trópico favorece la formación de grandes cúmulos, de aspecto algodonoso y de gran blancura en su parte superior, alguno de los cuales culmina en un cumulonimbo (nube de tormenta).
En Nubes de verano vemos varios cúmulos, pero están integrados en una escena imposible, ya que aparecen sobre la superficie del mar, donde apenas hay convección (ascensos de aire cálido), en lugar de sobre tierra firme. Si alguna vez navega por la Polinesia, comprobará cómo los cúmulos aparecen únicamente sobre los islotes y atolones, al ser solo ahí donde se producen los fuertes ascensos de aire.
Este detalle permite deducir que Emil Nolde no retrató esas nubes observándolas directamente desde su ventana, sino que las introdujo en la obra fruto de las repetidas veces que las contempló durante aquel viaje.
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Tormenta en la costa
No hay cielos más dramáticos que los tormentosos, ni una forma más expresiva de representar los elementos desatados de la naturaleza que pintar lo que comúnmente identificamos con una tormenta o tempestad, aunque técnicamente no son lo mismo.
Las tormentas provocan en nosotros una curiosa mezcla de miedo y fascinación, por lo que no es extraño que sean un motivo recurrente en la pintura de paisaje.
En este paseo por el museo ya hemos visto algunas de ellas. Los pintores suelen incorporarlas a sus obras para lograr captar la atención del espectador.
El pintor holandés Simon de Vlieger (1601-1653) lo consigue, sin duda, con esta marina de ejecución impecable. Uno de los elementos más llamativos en esta pintura son los rayos y relámpagos que genera la tormenta
No suelen representarse en la mayoría de las escenas tormentosas y menos si se trata de un cuadro de grandes dimensiones, y sin embargo es un reto al que se han enfrentado ciertos pintores a lo largo de la historia. Su dificultad de ejecución reside tanto en la extraordinaria fugacidad de la descarga eléctrica como en la espectacular luz ambiental que provoca el fogonazo.
En esta Tormenta en la costa vemos unos rayos de tonalidades anaranjadas con sus características formas zigzagueantes. La tenebrosidad del nubarrón tormentoso de la parte de la izquierda está muy bien conseguida. Las partes oscuras del cielo contrastan con la claridad que emerge por el horizonte e ilumina la agitada superficie del mar.
La tormenta amenaza a los barcos que aparecen en la escena y así, en el que aparece en primer plano, sus tripulantes están terminando de arriar las velas y han soltado el ancla, en un intento de evitar que las violentas ráfagas de viento arrastren a la embarcación sin control.
De Vlieger también pinta de forma muy realista las formas globulares de los grandes cumulonimbos que están provocando ese tiempo tormentoso. La parte alta del barco en segundo plano, a la derecha, está siendo iluminada por el sol, de ahí su blancura.

Pantanos en Rhode Island
El prolífico pintor Martin Johnson Heade (1819-1904) fue uno de los máximos exponentes del paisajismo norteamericano del siglo XIX. De ello da fe esta excepcional pintura, en la que se representa uno de los temas más recurrentes en su obra: las zonas pantanosas salobres de las regiones del este de Estados Unidos.
Los constantes cambios de luz que tienen lugar en esos pantanos, especialmente en los momentos en que el sol está cerca del horizonte –bien al amanecer o bien a la caída de la tarde–, llamaron poderosamente la atención del artista, lo que le llevó a plasmarlos con maestría en algunos de sus cuadros.
Los más conocidos y los que más fama le dieron fueron precisamente los paisajes de las marismas de Nueva Inglaterra, en los que, aparte del perfecto tratamiento de las luces y las sombras, encontramos unos cielos cautivadores. En Pantanos en Rhode Island la luz crepuscular lo envuelve todo.
No es fácil saber si la escena representa el momento previo al amanecer o el posterior a la puesta de sol. En ambos casos, la luz crepuscular es similar. No obstante, otros paisajes parecidos del artista, así como las nubes cumuliformes pintadas en éste, cuya silueta se recorta al fondo de la escena, en el horizonte, invitan a pensar que se trata de un crepúsculo vespertino.
Si bien esas nubes pueden desarrollarse en cualquier momento del día, lo más habitual es que lo hagan a partir de mediodía, culminando su crecimiento a la caída de la tarde. Al calentarse el suelo, las corrientes verticales de aire que se generan sobre él ponen en marcha la convección, que es el mecanismo responsable del desarrollo vertical de los cúmulos.
Otro interesante detalle, digno de mención, es el vivo color de la parte baja de las pequeñas nubes que salpican el cielo. Dicha circunstancia es debida a la iluminación directa procedente del sol, oculto bajo el horizonte. Este tipo de representaciones tan realistas solo están al alcance de los pintores que son grandes observadores del cielo y Martin Johnson Heade fue uno de ellos.

Étretat. El acantilado de Aval
El paisajista francés Eugène Boudin (1824-1898), uno de los primeros pintores franceses que salió a pintar al aire libre, retrató el mar en muchas de sus obras, a lo que contribuyó, sin duda, su origen normando.
Este cuadro es una buena muestra de ello, si bien encontramos en él más elementos atmosféricos de interés que los propiamente marinos. El cielo ocupa los dos tercios superiores del lienzo, salvo la porción tapada por el singular promontorio de la parte izquierda.
La localidad francesa de Étretat, en Normandía, es famosa por sus acantilados, en particular por el que aparece en esta pintura de Boudin, el acantilado de Aval, conocido popularmente como “el ojo de aguja”. A principios del otoño de 1890 y tras haber pasado el verano en su tierra natal, Eugène Boudin estuvo varios días pintando en Étretat. No fue el único que se sintió atraído por ese paraje, pues recalaron también por allí Eugène Delacroix (1798-1863), Gustave Coubert (1819-1877) o Claude Monet (1840-1926), entre otros grandes artistas. Una flotilla de barcos de pesca a vela surcan las aguas.
El mar está algo picado por la acción del viento. Por encima de él tenemos una majestuosa atmósfera que brilla con luz propia. Las nubes que salpican el cielo son en su mayoría cúmulos de buen tiempo, si bien alguno de ellos presenta un desarrollo algo mayor. Las pinceladas sueltas de color blanco que enmarañan las porciones de cielo azul representan nubes altas, posiblemente anunciadoras de un cambio de tiempo, algo bastante habitual a finales de septiembre en Normandía.
En el cuadro hay un pequeño detalle que nos permite deducir que en aquel lugar y en aquel momento reinaba la estabilidad atmosférica y el día era ventoso. Se trata de un barco a vapor que discurre por el horizonte marino que deja tras de sí una estela de humo perfectamente paralela al mismo. De haber inestabilidad atmosférica, el penacho se dispersaría más, ganando en verticalidad. La combinación de formas cambiantes en el agua –la superficie marina en este caso– y en la atmosfera, fue un reclamo irresistible para los impresionistas.

Camino de Versalles, Louveciennes, sol de invierno y nieve
Las nevadas, en particular su capacidad de transformar el paisaje y su propia metamorfosis, despertaron el interés de pintores impresionistas como Claude Monet (1840-1926) y Camille Pissarro (1830-1903).
En 1869, este último se instaló con su familia en Louveciennes, un pueblo situado a las afueras de París. La casa-estudio en la que residió estaba junto al camino que unía esa pequeña localidad con Versalles, y la vista de esa carretera fue el motivo que eligió el pintor para llevar a cabo una serie de veintidós lienzos, pintados en las distintas épocas del año, en los que se interesó por los efectos de la luz y los cambios estacionales en el paisaje local.
Estos cuadros fueron pintados entre 1869 y 1872. A finales de octubre de 1869, el otoño francés se vistió prematuramente de blanco. El intenso frío y las nevadas se adelantaron de fecha. Fue el preámbulo de un invierno particularmente crudo en Francia y otros países europeos, en el que se produjeron varias olas de frío. Camille Pissarro vivió en primera persona esos zarpazos invernales, dejando constancia de ello en varios cuadros de la serie.
La primera nevada que pintó fue, casi seguro, la de octubre de 1869, que también pintó Monet, desde el lado opuesto de la carretera, quien, en aquella época, residía en la cercana localidad de Bougival y pasó una temporada viviendo junto a Pissarro y su familia. Se gestó entonces un interesante mano a mano entre los dos artistas, con la citada carretera como escenario natural de sus estudios de pintura.
Camino de Versalles, Louveciennes, sol de invierno y nieve fue realizado por Pissarro, probablemente en enero de 1870, tras un fuerte temporal que afectó a la mitad norte de Francia. En el cuadro contemplamos el resultado de la fusión del manto nivoso según van pasando los días. Aparece el camino prácticamente limpio de nieve, con la excepción de los restos que quedan acumulados a ambos lados del camino y en zonas adyacentes, preferentemente de umbría.

La inundación en Port-Marly
Los cielos, los paisajes fluviales y los reflejos que tienen lugar sobre las aguas fueron algunos de los motivos que más interesaron al pintor impresionista Alfred Sisley (1839-1899).
Entre 1874 y 1877 residió en el pueblo francés de Marly-le-Roi, a las afueras de París y situado junto a Port-Marly, a orillas del río Sena, donde, en marzo de 1876, fue testigo de una gran inundación.
Ya había presenciado un fenómeno similar algunos años antes –en diciembre de 1872–, cuando por tal motivo se trasladó a Port Marly y pintó una serie de cuatro obras que ilustran distintos momentos de esa inundación. En esta ocasión repitió el motivo, ejecutando una serie de siete cuadros, todos ellos de muy bella factura, alejados del dramatismo que suele acompañar a un desastre natural. Estas pinturas ilustran la secuencia completa de la inundación, desde que las calles de Port-Marly quedan cubiertas por el agua y sus habitantes tienen que salir en barcas de sus casas, hasta que todo el pueblo se convierte en un barrizal.
Es justamente la última circunstancia la que pinta Sisley en este último cuadro de la serie. Vemos la calle situada junto al cauce del río llena de barro, todavía con grandes charcos. Las aguas del Sena ya han vuelto a su cauce y poco a poco se normaliza la vida en Port-Marly. El pintor se recrea en el cielo, donde coloca unos cúmulos de desarrollo intermedio (variedad mediocris); por otra parte, el reflejo del cielo en los charcos da muestra de su habilidad con el pincel.
Alfred Sisley permaneció varios días en Port-Marly pintando al natural los lienzos que conforman la serie, para los que eligió distintos emplazamientos y en los cuales inmortalizó la cronología de los hechos. Gracias a la serie a la que pertenece esta pintura, Alfred Sisley nos ofrece una detallada crónica pictórica de un episodio hidrometeorológico, lo que tiene un valor por sí mismo.
Paralelamente, son obras de gran belleza, a lo que contribuyen las nubes algodonosas que el artista debió de ver aquellos días en los cielos de Port-Marly, pero que seguramente realzó con fines estéticos.

Puente en la marisma
Para concluir nuestro paseo meteorológico por el museo cruzaremos este Puente en la marisma que Emil Nolde (1867-1956) pintó en 1910, tres años antes de emprender su viaje a los mares del sur, donde llevó a cabo, entre otras obras, Nubes de verano, incluida también en este itinerario
Ambos lienzos despliegan ante nosotros unos vivos colores, un rasgo común en la producción del artista a través del cual transmite sus vivencias, los sentimientos y las emociones que provocaron en él determinadas situaciones en distintos lugares por donde transitó.
Nolde, en su condición de pintor expresionista, no muestra en sus obras escenas ajustadas a la realidad, sino distorsionadas. El pintor pasó los veranos de 1909 y 1910 en los alrededores de Ruttebüll (Rudbøl en danés), localidad situada en la frontera entre Alemania y Dinamarca. Se trata de una región pantanosa, llena de humedales, tal y como queda patente en esta obra.
Nolde nos invita a seguir el camino que se abre frente a nosotros, en primer plano, y a cruzar el puente. Las tonalidades azuladas que aplica a la parte del camino, en la parte inferior del lienzo, permiten deducir que está encharcado. Vemos ahí el reflejo del oscuro nubarrón situado en la franja superior del cielo, en el que el artista intercala trazas de colores claros al azar que rompen la uniformidad de esa capa nubosa. Es muy distinto el típico día de verano en el norte de Europa que en el sur.
En la parte más septentrional de la región de Frisia, donde Emil Nolde pasó aquellos dos veranos, los días grises, lluviosos, frescos y de tiempo desapacible, dominan sobre los soleados y calurosos de la región mediterránea. La escena muestra un momento, seguramente transitorio, en el que ha dejado de llover, pero en el que sopla el viento, delatado por la inclinación que presentan los verdes juncos de la marisma, a uno y otro lado del puente.
La claridad que emerge por el horizonte ilumina el paisaje e intensifica los colores. Podemos llegar a entender las intensas sensaciones que invadieron al artista en ese momento y que, gracias a la expresividad de su estilo pictórico, dictado por el color y unas pinceladas sueltas y enérgicas, logra transmitir al espectador. En palabras del propio Nolde: “la Naturaleza en el arte significa la más enérgica, vitalizadora, floreciente fuerza de la naturaleza”.