Por Ignacio Moreno Segarra y María Bastarós


En Amor diverso, una nueva mirada, diferente a la aportada hasta ahora por la historiografía tradicional, se posa sobre las obras. Proponemos un relato de la colección basado en algunos de los temas, iconos y personajes relacionados con la sensibilidad, la cultura y las vivencias del colectivo LGTBI (lesbianas, gais, transexuales, bisexuales e intersexuales) que han estado siempre presentes en el arte pero que han sido invisibles a lo largo del tiempo. Abordaremos este recorrido siguiendo la organización propia de la colección del museo basada en la cronología y los ámbitos culturales del arte occidental. La primera parte se centra en los maestros antiguos, fundamentalmente desde el Renacimiento hasta el final del siglo XIX. La iconografía de las obras sumada a la propia vida de los artistas se desvela como una vía para conocer sensibilidades, identidades y deseos no normativos no solo desde una perspectiva sensual, sino también social. La segunda parte explora cómo se van definiendo estas formas de sentir y de pensar con el desarrollo de las sociedades modernas. Desde el nacimiento de la concepción contemporánea de la homosexualidad y la importancia que tuvo en ello los espacios de libertad que supusieron las grandes ciudades, pasando por la identidad de género o la falta de una iconografía lésbica propia, las obras nos muestran una diversidad de experiencias personales enmarcadas en un ambiente que irá siendo, con altibajos, cada vez más permisivo. En la articulación de esas reivindicaciones sexuales, afectivas y sociales el arte tendrá un papel muy activo.

San Sebastián es un icono indiscutible para la comunidad gay que ha ido adquiriendo diversos matices a lo largo de los siglos. La historia de san Sebastián, como la de muchos otros santos, proviene de una gran cantidad de fuentes que van a ir configurando la historia oficial del santo. Sebastián era un general de arqueros de la guardia personal del emperador Diocleciano; cuando se convirtió al cristianismo no sólo se encargó de propagar su nueva fe, sino que destruyó símbolos paganos, por lo que fue condenado a ser atado a un árbol y asaeteado por sus compañeros.

Según la profesora Helena Carvajal González, la importancia del santo en la Edad Media, además de ser el patrón de los oficios del hierro, pasa por su carácter protector frente a la peste, enfermedad que se representaba como una lluvia de flechas. Durante este periodo iconográficamente se mostraba al santo como un hombre de cierta edad, reflejando su posición en el ejército y portando los instrumentos y la palma del martirio.

Entre los siglos XIII y XIV empieza a ser retratado como un bello muchacho adolescente, y así lo encontramos en las obras del Renacimiento. Esta figura permitía unir el carácter protector de la cultura cristiana y el de la redescubierta cultura clásica. El aspecto físico y su desnudez cobraron tal protagonismo que eclipsaron sus cualidades morales y protectoras.

Es indudable que la restauración de la dinastía de los Médicis en 1537 en la figura de Cosme I va a propiciar un arte que continuará la estela de la academia neoplatónica florentina de Ficino, no exenta en su recuperación de la Antigüedad de evidentes referencias homoeróticas. Cosme I se rodeó de artistas que conocían esas teorías neoplatónicas y las aplicaban a sus vidas. Entre esos artistas cabe mencionar al escultor y orfebre Benvenuto Cellini, al pintor Gianantonio Bazzi, llamado «Il Sodoma», o al historiador y poeta Benedetto Varchi.

Sin embargo, en lo referente a la homosexualidad el ducado de Cosme I estuvo plagado de contradicciones. La antigua tolerancia de los Médicis no se va a ver reflejada en su mandato. Por un lado, abolió el tribunal cívico encargado de perseguir la homosexualidad, que tenía unas diecisiete mil denuncias a sus espaldas, entre ellas las de Leonardo da Vinci o Sandro Botticelli. Por otro, el historiador de la época Bernardo Segni decía que, siendo un hombre autoritario y supersticioso, promulgó otras severas leyes, una contra la sodomía, que fue ineficaz más por la falta de celo de los magistrados que del propio duque, y bajo la cual se juzgará a Cellini en 1557. Cosme, que había celebrado públicamente muchas de las ocurrencias de Cellini —como cuando un rival lo llamó sodomita y él respondió que ese era un vicio de dioses, reyes y emperadores y que él no lo practicaba porque se consideraba a sí mismo «un hombre humilde»—, conmutó los cuatro años de cárcel por cuatro de arresto domiciliario. A pesar de ello, Cellini nunca recuperó el favor del gran duque.

Por su parte, Bronzino, creador de la imagen oficial del gran duque de Florencia, había mantenido una relación sentimental con su maestro Pontormo.

Este tipo de contrasentidos son los que se producían entre dos grupos: los artistas, una élite intelectual con categoría de artesanos y que con el auge de las ciudades estaba tejiendo unas redes homosexuales ciertamente amorfas y cotidianas (en, por ejemplo, sus talleres) y que podían vivir sus afectos más o menos públicamente gracias a sus amistades poderosas, y sus patronos, unos hombres bien educados, promotores de las artes y la vida cortesana pero que no podían renunciar a la poderosa arma de control social y político que significaba perseguir la homosexualidad.

Hércules. El episodio de Hércules en la corte de Onfalia es quizás uno de los ejemplos de travestismo más conocidos de la Antigüedad y hace referencia a ese capítulo de la vida del héroe en el que este, en un arrebato de locura, asesina a Ifito, por lo que es castigado por el oráculo de Delfos a servir durante tres años como esclavo. Hércules llevará a cabo esta tarea bajo el mandato de la reina lidia Onfalia, en un cautiverio descrito de este modo por Ovidio en sus Cartas de las heroínas a través de la voz de Deyanira, esposa de Hércules:
 

¿No te avergonzó rodear de oro tus fuertes brazos / y poner joyas en tus fornidos músculos? [...] / ¿Y no crees que tú te deshonras al ponerte una faja siguiendo la moda meonia de jóvenes lascivas? [...] / Que Anteo te arranque de tu rudo cuello esos colgajos para que no le pese haber caído a manos de un varón afeminado.

De este modo, mientras Hércules vestía ropas femeninas y trabajaba realizando canastillos, Onfalia se dedicaba a llevar los atributos característicos del héroe: la piel de león, la maza y el arco, y a disfrutar de su potencia sexual, ya que, como señala el estudioso Robert Bell, Onfalia compró a Hércules como objeto sexual y no como sirviente; una vez convertido en su amante concibió cuatro hijos suyos y dejó embarazada a una esclava.

La homosexualidad no es algo ajeno a la tradición de Hércules, tanto en su vertiente griega como romana. La razón por la que el héroe viste la túnica de color azafrán apropiada para las mujeres es algo que, según la historiadora Nicole Leroux, los antropólogos han intentado explicar desde muchos puntos de vista. Por un lado, se ha vinculado con la homosexualidad propia de la tradición griega, que estaría relacionada con la pederastia en la relación entre alumno y profesor y, por lo tanto, alejada del afeminamiento de Hércules, que sería un añadido de la tradición romana. También se ha relacionado a Hércules con el rito del matrimonio, donde el intercambio de regalos, incluidos los peplos, era algo institucionalizado en una tradición que será recogida por la poesía de Petrarca y utilizada, por ejemplo, en la decoración del Palacio Ducal de Urbino para celebrar el matrimonio entre Federico de Montefeltro y Battista Sforza en 1440. Por último, la propia Nicole Leroux vincula este aspecto a la relación de Hércules con el afeminado Dionisos. En las celebraciones dionisiacas las mujeres abandonaban los telares y cazaban en los montes y los hombres vestían ropajes femeninos. La costumbre del travestismo ligado a las festividades dionisiacas durará hasta su prohibición en el año 692.

En el siglo XVII el clima moral que impusieron la Reforma y la Contrarreforma generó un halo de silencio en torno a la sexualidad tanto de los artistas de la época —sólo roto por el ruido de los juicios escandalosos— como de los del siglo anterior. Un fenómeno que se ejemplificó en las publicaciones censuradas de los sonetos de Miguel Ángel o de los poemas de Shakespeare, de las traducciones interesadas de los poemas de Safo o de las versiones blanqueadas de los grandes mitos como el del rapto de Ganimedes o del Orfeo de Monteverdi, que excluye la conversión homosexual del héroe de versiones anteriores.

Siglo XIX. La transición del siglo XIX al XX fue un momento apasionante en lo relativo a la historia de las sexualidades. El decadentismo finisecular iba de la mano de la doble moral victoriana y se alimentaba de la eclosión urbana en un periodo de la reciente historia europea conocido como Belle Époque en Francia y época eduardiana en Inglaterra, donde una élite económica y cultural estaba creando un nuevo mundo.

La Belle Époque, que se extiende desde el final de la guerra franco-prusiana en 1871 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, marcó un punto álgido en lo referente a la cultura en general y a la homosexualidad en particular en la capital francesa. París es en este momento el epicentro mundial de la cultura, hogar de intelectuales y centro de experimentación artística sin parangón. Además, según nos cuenta Florence Tamagne, historiadora francesa especializada en el estudio de la homosexualidad y sus representaciones culturales, París era también el centro europeo de la cultura LGTBI, caracterizada por un espíritu hedonista y un estilo de vida bohemio que abría las puertas a la experimentación sexual y a nuevas formas de erotismo no heteronormativas. En suma, París se convierte en lo que podríamos llamar «la capital europea del placer», y en una esfera relativamente underground pero accesible comienzan a emerger un gran número de salones, bares, cafés, casas de baños y clubes —especialmente en torno a Montmartre y Les Halles— que acogen y desarrollan esa nueva cultura LGTBI.

Siglo XX. Hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, París siguió siendo la capital de la libertad. Otro ejemplo de esos nuevos espacios fue el salón literario regentado por Natalie Clifford Barney, escritora y poeta estadounidense afincada en la capital francesa, abiertamente lesbiana. Durante más de sesenta años, Barney se encargó de organizar dicho salón, celebrando encuentros donde sus invitados podían socializar y discutir sobre literatura, arte, música y otros temas de interés. Joan Schenkar, celebrada escritora y dramaturga contemporánea nacida en Seattle y conocida por sus obras basadas en vidas de mujeres, describió el salón de Barney como «un lugar en el que asignaciones lésbicas y citas con académicos podían coexistir en una especie de animada, fértil y plural disonancia cognitiva». La visibilidad de las relaciones amorosas entre mujeres experimenta, de hecho, un gran aumento desde finales del siglo XIX en París, que en palabras de la estudiosa Catherine Van Casselear pasa a ser «la indiscutible capital mundial del lesbianismo».

Obviamente, esta nueva idiosincrasia adquirida por la ciudad no era bienvenida por todos, y el sector conservador la condenaba llamando al orden y designando a París como la «Nueva Babilonia». Aunque en los años de entreguerras Berlín tomaría la delantera como capital homosexual de Europa, París se mantuvo como un interesante centro para el desarrollo del ocio, la socialización y la cultura LGTBI.

Con la ocupación nazi de Francia todo este proceso de visibilización y demanda de libertades sufrió un colapso fatal: los locales que promovían la cultura LGTBI cerraron y la homosexualidad se tipificó como delito penado por la ley, abriéndose así una de las etapas más oscuras y duras para el colectivo LGTBI en Francia.

Obras del recorrido